Destitución, interrumpida
Kieran Aarons
Traducción: Nahuel Orquera
English version: Destitution, interrupted
En un pasaje decisivo de Medios sin fin. Notas sobre la política, Giorgio Agamben plantea que la política contemporánea ha funcionado como un “experimento devastador que desarticula y vacía en todo el planeta instituciones y creencias, ideologías y religiones, identidad y comunidad para luego volver a proponerlas en una forma definitivamente viciada de nulidad”1. En medio de esta erosión y este colapso, se encuentra la esperanza que él tiene en el surgimiento de una imagen en la que lo político no sea “ni un fin en sí mismo ni… un medio subordinado a un fin”, sino más bien “una medialidad pura sin fin previsto”2 −en otras palabras, una política en la que una idea terrenal de felicidad asuma un lugar privilegiado.
Aun compartiendo esta esperanza, el presente trabajo tiene por objeto identificar una trayectoria diferente, y decisivamente más oscura, que recién en los últimos años se ha profundizado. Esta línea divergente tiene dos derivas distintas que la obra del filósofo y mitólogo italiano Furio Jesi puede ayudarnos a captar.
1.
La primera deriva, o “interrupción”, es la que los neofascistas estadounidenses conscientemente adoptaron tras 1975. Fue durante estos años que los neonazis estadounidenses comenzaron deliberadamente a desarrollar un estilo de propaganda explícitamente despojada de las anticuadas simbologías y teorías políticas. En una apuesta que recuerda a la de Georges Sorel, su objetivo era volcar la ideología nacionalista blanca en una “estructura flexible” que operase como llamamiento a la acción para militantes racistas de creencias sumamente variadas.
El documento central de este período, Los diarios de Turner [novela de 1978 de William Luther Pierce], tenía como objetivo extraer una narración altamente funcional, aunque ideológicamente inespecífica, del detritus de la anticuada jerga −y retórica− política fascista: es decir, un mito.
En otras palabras, frente al eclipse de sus horizontes teóricos y estratégicos, el derrotado y culturalmente obsoleto movimiento político de extrema derecha no respondió a su propio desgaste rehabilitando el impulso político-ideológico, sino aprovechando los recursos del mito para continuarlo por medios religiosos.
En un estudio más largo publicado en el 2022, rastreé la genealogía de esta corriente de la militancia de extrema derecha a lo largo de cuatro décadas3.
En los últimos quince años, los aceleracionistas de extrema derecha han iniciado una ola de asesinatos en masa en los EE.UU. que asumen la forma de matanzas martirológicas ritualizadas, organizadas en un monstruoso juego de realidad rizomático e indeterminado de duración indefinida sin ningún cerebro ni ninguna sede “fuera de línea” [offline], impulsadas no por una visión ideológica o teórica central, sino por una narración mítica repetidamente consagrada y resantificada mediante monumentales hechos sangrientos. Al deponer la función tradicional de los programas ideológicos o teóricos, esta religión de la muerte, neonazi y descentralizada, se propaga a través de actos de asesinato testimoniales y ritualizados por medio de los cuales los adeptos “demuestran” su fidelidad al mito central. El verdadero fin de estos actos de asesinato no es sino la promoción de más actos de ese tipo, en una cascada de negatividad cada vez mayor. A este respecto, habiendo sido sustraídos de cualquier objetivo o finalidad militar o causal de largo plazo, se les considera “adecuados” en sí mismos.
En su obra de 1979, Cultura de derechas, Jesi ofrece un marco útil para explicar esta paradójica autonomización del acto de matar. En una célebre discusión, Jesi sostiene que un número no insignificante de los atentados fascistas que sacudieron a varias ciudades italianas en la década de 1970, probablemente fueron diseñados como inútiles. Este hecho solo puede explicarse por la función que cumplieron dentro de un movimiento desgastado en múltiples niveles en la década de 1970 y compuesto por corrientes tanto esotéricas como profanas, división cuyo correlato implicaba una jerarquización en la calidad de las “almas”. En cualquier momento se tienen “dos clases de personas”: la clase de los verdaderos iniciados en la metafísica (discípulos de Julius Evola), y la clase de “todos aquellos que, al no ser capaces o no estar dispuestos a separarse del mundo, permanecen a nivel de la entrada”. La tarea estratégica más general de los sabios [sagely leaders] era disciplinar y entrenar a aquellos de una calidad inferior y más mundana, para endurecer y fortalecer sus almas hasta convertirlos en los auténticos portadores de la llamada tradición racial. La ejecución de atentados terroristas de alto riesgo o mortales ofició de marco para dicha didáctica. Aunque algunos de estos actos pudieran parecer visiblemente “inútiles” desde un punto de vista militar, en otro nivel o registro, algo más estaba sucediendo con y a través de ellos: “ayudados por la correcta pedagogía de la tarea inútil”, estos ataques contribuyen a un desarrollo espiritual para que “la Raza se perfeccione, mejore, se vuelva más fuerte y más pura con el paso de las generaciones”. Esta imposición a la acción de una vocación espiritual esotérica, aísla su significado tanto de sus consecuencias como de su agente: no solo la virtud del acto es sustraída de cualquier lógica histórico-causal de los cálculos militaristas, sino que ni siquiera es necesario, estrictamente hablando, que el −o la− agente comprenda el papel que desempeña en la estrategia más amplia.
No podré detenerme aquí en la historia de la reorganización de la extrema derecha en las últimas cuatro décadas ni en la manera en la que el “sabio” ha pasado de ser una persona literal a volverse una función virtual que cumple el mito mismo. Lo importante a señalar es que, aunque esta doble estratificación social del movimiento neonazi desaparezca, dejando únicamente a los neófitos interactuando entre ellos, la “pedagogía de la tarea inútil” se mantiene. Si la verdadera tarea estratégica no es más que espiritual, la importancia de estos asesinatos no reside entonces en la adecuación causal entre sus medios y sus fines, ni en el repertorio táctico que presentan; la “verdadera” estrategia se está desarrollando en otro nivel, en vista del cual la producción de asesinatos ejemplarizantes es considerada un avance. En lugar de ajustar los medios y los fines con miras a un programa político y social concreto, lo que se necesita son sacrificios valientes espiritualmente estimulantes que inciten a que otros los imiten. Para lanzar una guerra contra el gobierno federal, no hay cantidad de explosivos C-4, fusiles tipo AR-15 o minas Claymore que sea suficiente. Una teoría política o un punto de vista ideológico tampoco serían capaces de crear vínculos entre los actores ni de convencerlos para que se arrojen a la acción violenta. La estrategia de la extrema derecha ha sido eclipsar todos estos alineamientos teóricos y estratégicos entre medios y fines, apoyándose en cambio en mitologemas. El objetivo de estos asesinatos en masa es rendir homenaje al mito, declarar la propia pertenencia a la comunidad que se reúne en torno a él, y llamar a que otros hagan lo mismo.
La respuesta neofascista al colapso de la política clásica revela una manera en la que el camino hacia una política de puros medios puede ser capturada dentro de un culto sacrificial, cuya liberación de gestos y vidas se encuentra mutilada y vuelta contra sí misma a través de una oleada frenética de matanzas inútiles.
2.
En cuanto a la segunda deriva, la energía destituyente, desbloqueada gracias a la actual ola de revueltas mundiales, ha logrado hacer estallar el continuum del tiempo capitalista, pero el camino hacia una auténtica superación revolucionaria de la civilización burguesa se encuentra capturado dentro de una iteración cada vez más hueca, producida en lo que Jesi llama “festivales crueles”, acontecimientos de masas en los que el impulso hacia la comunidad eclosiona en una experiencia de tiempo mítico desprovista de apuestas metafísicas e incapaz de reincorporar su energía subversiva en el tiempo normal.
La teoría comunista ha tenido desde hace tiempo una corriente “insurreccional” cuya característica definitoria está en su esfuerzo por teorizar cuáles son el espacio y el tiempo característicos de la revuelta en su diferencia con el tiempo histórico. La tendencia está presente en Stirner, Sorel, Benjamin y Bataille, y fue revivida durante y tras mayo de 1968 por Blanchot, Jesi y, entre otros, incluso el joven Agamben. Aunque difieren en los detalles, todos estos teóricos comprenden los disturbios y las revueltas como acontecimientos que “suspenden el tiempo histórico”, que permiten a los participantes superar su pasividad y su aislamiento, interrumpir patrones de dominación aprendida, y recuperar el acceso a una fortalecida participación en la potencialidad humana de la creación colectiva. La participación en la revuelta abierta autonomiza el entramado de la experiencia humana, induciendo una participación en el mundo común, inmediata y directa. El hecho de que la violencia insurreccional deba suspender el tiempo mismo que condiciona su emergencia, indica lo suficientemente bien por qué no puede ser reducida a un fin predeterminado ni a una narración general del progreso social. Por esta razón, se trata de una corriente insurreccional de pensadores que han intentado, cada uno a su manera, complicar la imagen de revolución que tenía el historicismo socialdemócrata.
¿Qué significa decir que la violencia revolucionaria “suspende la historia”? ¿Cuál es la forma interna del tiempo suspendido y de la subjetividad que lo habita? ¿Hay más de una manera de suspender o transformar el tiempo histórico? Si es así, ¿qué formas de acción colectiva y comunitaria hace cada una posible? Estas son algunas de las preguntas que Furio Jesi planteó en su obra de 1969 Spartakus. Simbología de la revuelta, un estudio sobre la relación entre el tiempo mítico y el tiempo histórico en el levantamiento espartaquista en Berlín en el año 1919.
La pregunta central de Jesi es estratégica: ¿por qué las revueltas solo producen una cadena fragmentaria y rota de “medidas” insurreccionales que, en definitiva, termina retornando al tiempo normal? Las revueltas son ciertamente capaces de hacer nacer comunidades efímeras mediante la intensa participación en una verdad común, pero a menudo son incapaces de darles a esas comunidades una consistencia que nos permita habitarlas. Jesi está convencido de que este fracaso para dar el salto hacia una secuencia revolucionaria no puede explicarse únicamente por causas históricas, logísticas o accidentales. Hay algo en la experiencia misma del “tiempo suspendido” de la revuelta que obstaculiza la tarea necesaria de reorganizar el tiempo.
¿Qué es lo que refrena la revuelta? Para Jesi, la respuesta debe buscarse en el mecanismo mismo que otorga a la revuelta su poder fenomenológico, es decir, el “mito”, o más precisamente, una “máquina mitológica” que suspende el tiempo, pero a condición de generar una experiencia simbólica de estar fuera de la historia.
¿Por qué fracasó la revuelta espartaquista? Jesi rechaza cualquier explicación puramente ideológica o logística de este fracaso. El fracaso no se debió únicamente a una falta de “radicalidad”, ni consistió en una derrota puramente militar. Es esencial comprender la transformación existencial que las revueltas generan en sus participantes. El libro Spartakus se propone producir un concepto de revuelta como modo de experiencia, como “régimen de percepción. La principal idea fenomenológica de Jesi planteaba que la revuelta anula ciertos rasgos de la experiencia humana, mientras que autonomiza, amplifica y absolutiza otros. Es importante destacar cuatro dimensiones de esta experiencia:
1. Mientras que la revolución está asociada a un modo histórico, ideológico y dinámico de pensamiento que se dedica a preparar sus fuerzas para un eventual enfrentamiento futuro, la revuelta hace que las ideologías cristalicen en símbolos vivos que tanto absolutizan como polarizan el campo de la percepción;
2. Cuando el campo de la percepción se vuelve simbolizado, el pensamiento entra en inmediata coincidencia con la decisión, lo que resulta en gestos que se consuman sin reservas, acciones llevadas a cabo en nombre de sí mismas, como medios puros sin fines;
3. Las revueltas urbanas hacen colapsar la división entre el espacio público y el espacio privado, conduciendo a un uso colectivo de la ciudad sin mediaciones, a una apropiación anónima del espacio urbano;
4. La revuelta destituye el órgano del partido político de vanguardia, y con ello, el horizonte preparatorio de la planificación: en una revuela actuamos ahora, los actos adquieren una autosuficiencia inmediata, tienen lugar en una red simbólica, no en una preparatoria.
Mientras tanto, el tiempo histórico no es abolido, sino simplemente suspendido; es decir, incapacitado, colocado fuera de alcance. La revuelta incide en su destitución del poder, privándolo de legitimidad y arrastrándolo hacia la Tierra; sin embargo, sus agentes no permanecen intactos, sino que a lo largo del camino experimentan una peculiar destitución de sus facultades. Las nuevas formas de individuación colectiva propias de la experiencia de los disturbios y la revuelta dependen justamente de la desactivación de la permanencia preparatoria que se asocia con el tiempo histórico, el cual en cierto nivel debe permanecer suspendido. La comunidad de la revuelta depende de un modo práctico y temporal de experiencia que debe desactivar de antemano su propia posibilidad de permanencia o consistencia. En otras palabras, es formalmente excepcional. Recordemos que, en el primer volumen de Homo Sacer, Giorgio Agamben definía la relación de excepción como “el ser incluido a través de una exclusión, el estar en relación con algo de lo que se está excluido o que no se puede asumir íntegramente”. Tal es precisamente, como lo muestra Jesi, el estado suspendido del tiempo de la revuelta en su relación con la historia. El análisis de Jesi sobre la revuelta confirma y profundiza el vínculo que desde entonces Giorgio Agamben ha establecido entre la lógica de la excepción y el sacrificio, permitiéndonos identificar la presencia del arcanum imperii no sólo en las formaciones de poder económico y estatal, sino también en las secuencias insurreccionales que justamente se proponen derribarlas.
Esta ruptura transformadora da cuenta del tremendo poder creativo de la revuelta, pero también atrae a su mayor peligro: si la experiencia de la libertad no puede escapar al círculo cerrado del tiempo suspendido, el “estado de despertar” que produce puede descender de nivel hasta convertirse en mero sueño y quedar atrapado en una especie de imagen mítica de su propia actividad, así como encontrarse, finalmente, encerrado en una lucha sacrificial contra sus enemigos. Mientras que la “excepción soberana” descrita por Agamben instala de manera vertical una relación de excepción desde arriba, Jesi expone la existencia de una “excepción insurreccional” que opera desde abajo. La excepción insurreccional da nombre a un movimiento simultáneo de apertura y cierre en el que la “apertura” del tiempo histórico hacia un Afuera sirve para aprisionar a la percepción dentro de las estrechas paredes de la identificación mítica.
Aunque el poder creativo de estas experiencias es real, los peligros que esconden son formidables: el tiempo suspendido tiende a engendrar una incapacidad para reducir nuestras derrotas, a lo que Jesi atribuye el asesinato de Luxemburgo y Liebknecht en Berlín en 1919. Según Jesi, la ruina de Luxemburgo y Leibknecht yace en su incapacidad para “disociarse” de la revuelta. Permitieron que la “fuerza cautivante de los símbolos capitalistas del poder” se convirtiera en los símbolos de un mal que a toda costa debe ser heroica y sacrificialmente destruido. Por esta razón, a pesar de las súplicas de prácticamente todos sus compañeros, Luxemburgo se negó a partir para Frankfurt, permaneciendo en Berlín.
La tarea teórica que nos ha legado el libro Spartakus −tarea que Jesi nunca resolvió adecuadamente−, no consiste en evitar los disturbios y las revueltas, sino en buscar una teoría de la temporalidad insurgente que supere la externalidad entre el tiempo histórico y el tiempo suspendido. En otras palabras, lo que se necesita es una teoría no-excepcional de la relación entre revuelta y revolución.
3.
Para ser claros, aquí no se trata de establecer ninguna simetría política o ética entre las revueltas comunistas y el terrorismo de extrema derecha. Mil cosas separan ambas corrientes entre sí. Aun así, unas mínimas analogías formales merecen ser no obstante subrayadas.
A lo largo de ambas derivas, la captura de la anárquica potencialidad destituyente de nuestra época solo hace germinar subjetividades recurriendo a desesperados y cada vez mayores cultos y rituales de violencia. Estos pueden adoptar varias formas: o bien el patrocinio nihilista de atentados cada vez más desafiantes contra la propiedad estatal o de enfrentamientos armados en las calles con la policía y los fascistas, o bien (en la extrema derecha) los asesinatos en masa perpetrados por los aceleracionistas en espacios religiosos o comerciales. En ambos casos, la liberación del gesto o la lógica de la acción del reino arcaico de los principios metafísicos occidentales termina por convertirse en una religio mortis, una religión de la muerte en la que el espacio psíquico del mito se autoriza exclusivamente a través de la exposición a la muerte propia o ajena. En lugar de una felicidad terrenal, se encuentra una destitución interrumpida que se resuelve en un fervor religioso sin un horizonte positivo ni una sensibilidad divergente que sirvan para señalar una salida frente el desastre de nuestro tiempo.
Naturalmente, esta pobreza imaginativa y afectiva tiende a ser reforzada por la pobreza del lenguaje político que afecta a nuestro tiempo. Entre los partidarios de la extrema derecha o de la extrema izquierda, encontramos lo que Jesi describe, siguiendo a Spengler, como “ideas sin palabras” una tendencia común al tráfico de un montón de slogans, latiguillos y símbolos lejanos entre sí, tratados por sus devotos como si fueran autointerpretativos, a pesar de que ellos carecen de cualquier contenido profético o visionario importante. Basta con presenciar la desesperada promoción de la democracia estadounidense por parte de jóvenes insurgentes que luchan en Hong Kong contra el Partido Comunista de China, las evocaciones insensatas de “insurrección” después de los disturbios provocados por la derecha en el edificio del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021, o las evocaciones de la Revolución Francesa durante los levantamientos de Occupy y los Chalecos Amarillos, para reconocer que la política radical se ha vuelto hoy una “atmósfera que no pide ser en sentido alguno ‘comprendida’”.
Si las revueltas de nuestros días ya no parecen ser capaces de volverse revoluciones, ¿qué debemos hacer? La tarea de los revolucionarios no puede ser apartar o evitar por completo las epifanías festivas ocasionadas por la revuelta, ya que esto solo nos condenaría a una reconciliación con el status quo −lo que supone una imposibilidad ética. Al mismo tiempo, ya no debemos fingir que no vemos los agujeros negros que nos aguardan. En cambio, debemos intentar reconocer y neutralizar la religio mortis que pone en peligro los levantamientos desde dentro, y sobre todo para sus más fervientes devotos. Para ello, primero debemos aclarar la naturaleza y función de la máquina mitológica que captura la experiencia política de nuestro tiempo. La tarea, totalmente inadecuada y modesta, de este artículo ha consistido simplemente en lanzar esta discusión.
1 G. Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política. Adriana Hidalgo editora, p. 16.
2 Ibid., p. 123.
3 Kieran Aarons, “Genealogy of Far-Right Accelerationism”, Pólemos. Materials of Philosophy and Social Criticism (2023), Issue 1.