Del barroco a Foucault

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Del barroco a Foucault
Epistemología a partir del Barroco
Irrupción del escepticismo en el Barroco: Visión, palabra, pensamiento

Roberto Echavarren

El Barroco abre nuestro mundo. El Renacimiento estaba enamorado de Platón y la belleza ideal. Pero en el paso del siglo dieciséis al diecisiete el mundo plurívoco hace su aparición. El mundo se desestabiliza, imperios caen como el español, las guerras de religión fracturan Europa y redefinen los poderes en el juego geopolítico. Penetró en el barroco una historicidad fuerte: se cuestionó el principio de autoridad de la Iglesia Romana en la interpretación de la Biblia, periplos alrededor del planeta, exploración del cielo y crisis de las esferas cristalinas del cosmos de Ptolomeo. La tierra dejó de ser el centro del universo. Ni el sol ni las estrellas giraban a su alrededor. Los viajes, los descubrimientos, las guerras de religión desgarraron Europa a partir de Lutero; la diáspora judía huyó de España a través de Portugal y produjo pensadores tal Francisco Sánchez y Spinoza. Esa dinámica y desbarajuste fueron una experiencia de vértigo y transformación de las mentes. Todo está en crisis: arte, descubrimientos geográficos, exploración del cielo, entrada del escepticismo griego en Europa, al ser traducido Sexto Empírico del griego al latín en 1560. Francisco Sánchez, Montaigne, Pascal, Juana Inés de la Cruz son los principales filósofos escépticos del siglo XVII.
El oxímoron, el concepto barroco, el “concepto” de Arte y agudeza de ingenio de Baltasar Gracián (1601-1658), es “significar a dos luces”: interpretar, combinar, mostrar los contrastes. No se trata de conceptos simples, incuestionados, sino de intuiciones complejas. Al desplegarse, el concepto barroco muestra al menos dos caras.
En arquitectura, en arte, no supone la fijeza del ojo desde un único punto de vista, una exposición frontal de la perspectiva, sino supone un recorrido, un trayecto alrededor del edificio o monumento. Esculturas como el Éxtasis de Santa Teresa, de Bernini, muestran un trance o desarreglo de los sentidos que va más allá de la armonía renacentista. El mármol que figura la tela que viste la santa se pliega y repliega con plasticidad tormentosa. Basta comparar la frescura marina del nacimiento de Venus de Botticelli con el conmovido trance de Teresa para advertir la diferencia de ánimo que va del renacimiento al barroco. Pensemos asimismo en el chiaroscuro de Caravaggio. Entre luz y sombra, el rayo luminoso adquiere un carácter protagónico, activo. Y la luz interior transfigura los edificios, llega desde lugares invisibles, a veces no se ven las ventanas fuente de la luz. Aún las columnas salomónicas en espiral del baldaquino de Bernini (en San Pedro de Roma) parecen a punto de derrumbarse sobre el feligrés en una hecatombe de los cielos. En los frescos de la cúpula del Gesù (la iglesia de los jesuitas en Roma), los santos subiendo por el aire, vistos desde abajo en ángulos oblicuos, se fugan por la deformación del ascenso. A partir del barroco podemos postular un ojo globular itinerante.
El barroco privilegia la catástrofe y la tormenta, “deletrea los caracteres del estrago”, como escribe Juana Inés en El sueño. De un modo más apacible, Góngora: “que a ruinas y a estragos / suele hacer el amor verdes halagos.” Anamorfosis, topología dinámica, deformación y monstruosidad. En Góngora, el monstruo Polifemo se enamora de Galatea. Polifemo ha devenido montaña, su barba un torrente. Las cosas hablan y oyen: “No es sordo el mar”. La prosopopeya, el oxímoron, la paradoja caracterizan esta poética.
Los mitos de Ícaro y Faetón evocan ascenso y descenso, caídas desde el nuevo cielo descubierto por Galileo y Tycho Brahe, donde las órbitas de los cuerpos celestes ya no recorren círculos perfectos sino que se aplastan en elípticos giros. Es un nuevo cielo tormentoso y atormentado por los caballos de Faetón. Faetón es el título de un poema largo del Conde de Villamediana quien, bisexual y escandaloso, era amigo de Góngora. Fue asesinado por orden del rey con un disparo de ballesta; le abrió una herida que “aún en un toro diera pavor”, según escribió Góngora al regresar aterrado desde la Corte de Madrid a su granja de Córdoba.
El mundo del barroco no es un mundo estable como lo era según las reglas platónicas divinas el Renacimiento. De repente todo se pone en movimiento y se deforma. El espacio barroco toma en cuenta el movimiento y el tiempo; alteraciones y deformaciones del espacio-tiempo, inscrito en una dinámica histórica a pesar de la restauración o Contrarreforma del Concilio de Trento, que por su lado asimiló la estética barroca.
Tal el escorzo de una fachada de Borromini, aquí se abre la posibilidad de ver una cuestión de varias maneras, dependiendo de la iluminación y del movimiento de las formas. En las letras, este efecto se logra a través del oxímoron y la paradoja. He aquí al cuerpo dormido descrito en El Sueño:

El cuerpo siendo, en sosegada calma
un cadáver con alma,
muerto a la vida y a la muerte vivo.

La construcción por contrastes es el sine qua non de la poética barroca: significar a dos luces, mostrar el revés. El “concepto”, de tan preciso y problemático, se vuelve individual. No es un concepto en el sentido ordinario, sino un problema que expone diversas facetas a medida que hace su giro.
Un exceso de luz ya no ilumina. Todo depende del grado de intensidad. Al interactuar la sombra y la luz, un poco de sombra ayuda a ver. Lo positivo (luz) se vuelve negativo y lo negativo (sombra) se vuelve positivo. La visión es posible gracias a dos factores compensatorios.
Lo mismo ocurre con el contraveneno, la triaca. Bien dosificado, el veneno puede transformarse en instrumento de salvación: “¡Que así del mal el bien tal vez se saca!” Esta perplejidad afecta tanto al orden de la naturaleza como al orden moral. No hay mal ni bien en sí, sino combinaciones y calidades de la experiencia. El bien (aparente) se mezcla con el mal (aparente) para determinar lo bueno y lo malo en cada circunstancia. La moral ha de percibir y calibrar esos factores circunstanciales.
El entendimiento es un instrumento imperfecto. Al ampliarse la perspectiva, crece la conciencia de lo que no se sabe. Y que tal vez nunca se podrá llegar a saber. Tal vez nada pueda ser comprendido de un modo integral. Ésta es la brecha que abre el espíritu al escepticismo. No importa cuán alto suba, el alma todavía está encerrada en la propia mente, en límites tal vez constitutivos.
El misterio del cosmos se vuelve agobiante, la máquina pesa, el espíritu se desanima. Descubrir que no podemos conocer nos deja a la intemperie. Y sin embargo esta lucha, esta desconfianza proporciona un atisbo de lucidez. Nos despertamos del sueño dogmático. Tal vez no se trata de conocer, sino de auscultar la naturaleza. Escuchar, ver, atender a sus ritmos, a la marcha de las estaciones, a los movimientos de la energía ambiente, lo que nos permite participar de la manera correcta. Si prestamos atención a los ciclos, si nos adaptamos a sus ascensos y descensos, nuestra vida podrá fructificar. La naturaleza gobierna con un “fiel infiel”, un juego de contrapesos y variaciones, un vaivén y un pulso que experimentamos. Esta comprensión rebasa la lógica, los opuestos no se excluyen, son momentos y aspectos de la salud del cuerpo y del espíritu. Pero en la noche, noche tras noche, el alma persiste en su itinerario de altura, en su vuelo chamánico inmemorial. No se traduce en conocimientos, sino en experiencias. El soñar es una válvula de escape de todas las inquietudes que no pueden ser satisfechas en lo inmediato.
La traducción del griego al latín de los Esbozos pirrónicos, la obra principal de Sexto Empírico (160-210 d.C.), médico y filósofo griego, fue publicada en Ginebra en 1562, a la que siguió Adversos matemáticos siete años más tarde. Estos escritos abrieron el problema de los límites del conocimiento para los autores del barroco. Ya antes del barroco, Guillermo de Ockham (1290-1349), fraile franciscano, había negado la validez de los conceptos universales, por lo cual fue perseguido por la Iglesia. En contrapunto con la autoridad religiosa, Francisco Sánchez (1552-1623), en tanto judío español/portugués refugiado en el sur de Francia, médico y profesor de medicina, escapó a la censura en medio de las guerras de religión. Ya estaba perdida aquella armonía platónica entre la divinidad y el hombre, así como la adecuación tomista-aristotélica entre la cosa y el intelecto. El escepticismo no sólo erosionó el edificio medieval; más ampliamente puso en cuestión la posibilidad de conocer en general. Un breve tratado con el título Quod nihil scitur (Que nada se sabe) fue publicado por el propio Sánchez a la edad de 29 años, en 1581. Su juventud explica la frescura desfachatada, la agudeza espontánea de alguien que ha leído mucho y prematuramente: sea a médicos, filósofos, o gramáticos.
El escepticismo ya no es postulado aquí a favor de la calma o la ataraxia, como es el caso de los escépticos griegos. Al contrario, la crisis del conocimiento estimula la audacia de pensadores como Sánchez y Descartes, que pretenden ambos fundar una ciencia nueva. “Construye otra ciencia –escribe Sánchez− pues la ciencia de ayer es ya un montón de disparates.” Sánchez hereda a los escépticos, principalmente a través de Sexto Empírico, pero hereda también el nominalismo de Ockham, que niega realidad o sustancia a los conceptos universales. Dado que no hay sustancia de universales, a partir de Ockham el conocimiento se referirá, con las correspondientes limitaciones, al campo de la experiencia sensible y de las matemáticas.
Treinta años después de Francisco Sánchez, Descartes (1596-1650) parte de la duda escéptica e intenta contrarrestarla, no al nivel falible de los datos de la percepción, que él considera inseguros, sino al nivel de las ideas claras y distintas de la razón. Resucita la intuición intelectual de Platón. Da pie al argumento medieval de la existencia realiter de una idea, Será Kant quien desmantele este armadillo, la operación que atribuye realidad a una idea. Kant lo logrará separando razón y entendimiento (del lado del sujeto) y fenómeno y noumeno (del lado del objeto), negando la posibilidad de conocer el noumeno. Ésta es la distinción escéptica de Sexto Empírico retomada por la tradición europea que culmina en Kant. Por otra parte, toda idea que no tiene su correlato en la experiencia sensible es una ficción. Los poetas lo saben: ésta es la ficcionalidad del arte. Los poetas responden a los estímulos sensibles en cuanto tales y juegan con las ideas en tanto ficciones.
Francisco Sánchez, para quien la duda no es un recurso momentáneo (como lo será para Descartes), sino una condición irremisible, no cierra el bucle, no resuelve la duda con una prueba metafísica de la existencia de dios. La grieta, una vez abierta, nunca se cierra: “Todas las cosas humanas me resultan sospechosas, incluso esto que escribo ahora.” (Que nada se sabe).
Un imperativo ético subtiende la postura de Sánchez al afirmar su propio juicio en la esfera pública: “La verdadera ciencia, si ha de existir en absoluto, debería ser libre y nacida de un libre entendimiento; si la propia mente no percibe la cosa, no la percibirá por ninguna demostración escolástica.” “¿Qué queda? Un recurso extremo: piensa tú por ti mismo.”
“Tomé refugio en las cosas, usando mi propio juicio”. La resolución de usar el propio juicio más allá de libros y autoridades culminará (dos siglos más tarde) en el artículo de Kant “¿Qué es la Ilustración?” La Ilustración es el pasaje de la servidumbre a la autonomía, de la sumisión (a un libro, a una autoridad) a la emancipación del propio juicio que, más allá de la censura del gobierno eclesiástico o civil, asienta el derecho a expresar un punto de vista singular en la esfera de lo público.
Quod nihil scitur es un precursor de la obra de Descartes, quien derivará su primera certeza de la siguiente frase de Sánchez: “¿Para qué, pues, escribo? Para decir lo único que sé: lo que yo pienso.” Lo que yo pienso, y que yo pienso; “al menos, de la certidumbre interior, no puedo dudar; no puedo dudar que existo” (Francisco Sánchez). (“Pienso, luego existo,” escribirá Descartes.) No se puede dudar del sentido interno: “De aquellas cosas, escribe Sánchez, que hay en nosotros, o en nosotros se hacen, estamos ciertos que existen en realidad.” Y agrega: “Entonces me encerré dentro de mí mismo y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho nada jamás, empecé a examinar las cosas.” Lo único que vale es la certidumbre interior; nuestros sentidos reciben impresiones, pero no conocen. Sánchez retoma el vocabulario de
Lucrecio: “Juzgamos las cosas por sus simulacros”. Si bien “toda ciencia es ficción”, al menos “no debe conocerse por otro, sino por el mismo cognoscente, por sí mismo inmediatamente.”
El poema El sueño de Juana Inés presenta un vuelo chamánico de cariz platónico, el vuelo del alma que pretende traspasar el empíreo para llegar a una comunicación con las ideas. No sólo no alcanza las ideas con una intuición intelectual, sino que se confunde, mirando hacia abajo con una intuición sensible, por la mera proliferación de copias en el mundo sublunar. Doble fracaso de la intuición: ante lo ideal y ante lo sensible. Doble crítica escéptica. La distinción escéptica entre fenómeno (lo que aparece) y noumeno (lo que está detrás de los fenómenos, de las impresiones sensibles) lleva a Sánchez a concluir: “No es posible, dados los límites en que se mueve el conocimiento humano, la contemplación directa de las cosas.”
La crítica barroca del conocimiento es, para nosotros, un antídoto contra las visiones totalizantes del siglo diecinueve, trátese de la dialéctica hegeliana o de la dialéctica marxista, que pretenden totalizar el campo del pensamiento, o el campo del proceso histórico, a través de una armazón lógica abstracta. Tal vez Francisco Sánchez les habría dedicado una crítica tan acerba como la que dirige contra el silogismo. Creo que estamos saliendo con dificultad de esas totalizaciones que apresaron tanto el pensamiento contemporáneo como la praxis política que desembocó en el autoritarismo. La introducción del escepticismo barroco es un instrumento de crítica actual. Quizá esté aquí la clave de nuestro interés por el pensamiento exigido y siempre problemático; es a partir de este punto, de esta exigencia epistémica y moral, que podemos examinar el lenguaje poético y especulativo, así como el pluralismo requerido por el naciente Estado de derecho.
La identidad lógica A=A no tiene relevancia en la vida, ni en el uso esclarecido del lenguaje. La poética del barroco consiste en elaborar el “concepto” (así lo llamaba Baltasar Gracián en Agudeza y arte de ingenio, 1642). El “concepto” desmonta la noción de identidad a través de las figuras privilegiadas del oxímoron y la paradoja. La identidad, en lógica, sólo se entiende en oposición a la contradicción, mientras para el pensamiento barroco no hay identidad ni contradicción, sino un juego de diferencias. La paradoja es una contradicción aparente que se resuelve a través de un examen detenido del problema entre manos.
Desde el punto de vista epistemológico, es necesario recordar que desde fines del siglo dieciséis los filósofos escépticos griegos de la antigüedad tardía, en particular Sexto Empírico, fueron traducidos al latín y produjeron un impacto decisivo en el pensamiento barroco. Quien primero recogió este cuestionamiento escéptico, que derrumbaba los muros de la filosofía escolástica, fue Francisco Sánchez en su obra Quod nihil scitur (Que nada se sabe, 1580). Lo sigue Michel de Montaigne en su “Apología de Raymond Sebond” (1582). Thomas Hobbes refuta, en sus “Objeciones”, la argumentación de las Meditaciones metafísicas de Descartes (1641). John Locke, en su Ensayo acerca del entendimiento humano (1690) rechaza las llamadas “ideas innatas” del mismo filósofo. La tradición escéptico/empirista culmina en el Tratado de la naturaleza humana, de David Hume (1740) que, a decir del propio Emanuel Kant, lo despertó del “sueño dogmático”.
En la segunda mitad del siglo veinte, igual que hoy, la poética que se ha dado en llamar neobarroca se enfrenta a dos tradiciones del pensamiento: A) La teológico/religiosa, que no reconoce las variables del cambio histórico y defiende los “valores tradicionales” como si fueran eternos, definidos de una vez para siempre; B) La tradición metafísica y totalizadora de Hegel, que pasa a Marx, y opera en términos de identidad y contradicción. Tanto la tradición teológica religiosa como la tradición hegeliano-marxista se mueven a partir de totalizaciones, trátese del dogma religioso que no admite discusión, como de la visión acerca de la historia desde un punto de vista único que tampoco admite discusión.
Por contraste, el pensamiento neobarroco ha retomado el hilo de la “agudeza” barroca del siglo diecisiete, a partir de la cual desarrolló una política y una estética disidentes. Los eventos del mayo francés de 1968 determinaron un cambio fundamental en la comprensión de lo artístico, de lo político y de sus bordes. Mientras la estrategia marxista estaban dirigida a la toma de un poder central para instalar la dictadura, de la cual derivarían todos los supuestos beneficios utópicos, Michel Foucault introdujo la noción de micropolítica, de guerras de estilo, no dirigidas al propósito macro de la toma de un poder central, sino al descarrilamiento de la idea misma de lo político, implicando el cambio de estilos de vida, una pluralidad siempre diferencial de las minorías en el campo de las relaciones que involucran la convivencia, el sexo, el arte, problemas ambientales, biopolítica, valores calientes de la diversidad. En cualquier caso, se trata de recuperar y dar valor a las intensidades corporales.
Escribe Foucault:

“En el desarrollo de un proceso político – no sé si revolucionario – ha aparecido, con una insistencia cada vez mayor, el problema del cuerpo. Se puede decir que lo que sucedió en mayo del 68 – y verosímilmente lo que lo preparó – era profundamente antimarxista. ¿Cómo los movimientos revolucionarios van a ser capaces de liberarse del ‘efecto Marx’, de las instituciones propias del marxismo de los siglos diecinueve y veinte? Tal era la orientación de este movimiento. En la crítica a la identidad marxismo-proceso revolucionario, identidad que constituía una especie de dogma, la importancia del cuerpo es una de las piezas decisivas o esenciales.” 1

Surgen entonces, con mayor urgencia, problemas que el marxismo soslayaba, evitaba, o ignoraba. Marx y Engels consideraban la heterosexualidad un dato de la naturaleza; la heterosexualidad ni siquiera podía ser puesta en cuestión. Por tanto, la división del trabajo entre hombres y mujeres era un asunto por lo menos en parte natural. No plantearon ningún problema que no estuviese definido por un conflicto económico de intereses, o pretendidos tales. La uniformización, la equivalencia de “a cada cual según sus necesidades”, revela que esas “necesidades” fueron consideradas por Marx abstractamente, igual que el trabajo. Las necesidades de cada cual varían todo el tiempo, dependen de las circunstancias en un juego plurívoco de afirmaciones de la diferencia; no han de ser decididas e impuestas desde arriba por una economía de mando en función de un supuesto consenso, ni hipostasiadas en una “voluntad colectiva” o de utópica transparencia en la que todos estuvieran de acuerdo. Los estilos de vida, los estados alterados por la experiencia de drogas, la exploración de nuevas formas de familia, la música y el arte como factores primarios de una deriva deseante, escandida por momentos intensos, eran descartados por los marxistas como epifenómenos de la burguesía. En la tradición de los gobiernos marxistas, la identidad, como “origen de clase”, se volvía destino.
La posibilidad de cambio no espera nada de ninguna dinámica dialéctica ni tampoco de ninguna profecía. La historia no tiene un sentido único, lo que no quiere decir que sea absurda o incoherente. Nos preguntamos en qué sentido la contradicción funciona como la relación lógica privilegiada por Hegel y por Marx: “Sólo en uno: con relación a la identidad.”2
La contradicción establece identidades fijas según las categorías de la totalización. No obstante, salvo en el caso de la tiranía, la contradicción no es la forma lógica adecuada para concebir las relaciones entre los individuos y los grupos. Foucault no piensa según el modo de la contradicción sino a través de la diferencia. Admite flujos, desplazamientos, un juego de verdades y poderes hasta cierto punto recíprocos, multilaterales, en la guerra, la resistencia, la negociación, el estímulo y el placer. Abjura del intelectual decimonónico que “entendía” su siglo y pontificaba. Al conectar investigación histórica y acontecimiento presente en una estrategia de lucha, probó a colaborar con el viento alzado de su tiempo. ¿Cómo funciona allí la voluntad? ¿Cómo se configuran las relaciones de poder?
“En realidad se trata de hacer entrar en juego los saberes locales, discontinuos, no calificados, no legitimados, contra la instancia teórica unitaria que pretende filtrarlos, jerarquizarlos, ordenarlos en nombre del conocimiento verdadero y de los privilegios de una ciencia que es detentada por pocos.”3
En mi tarea como escritor he seguido estos lineamientos, consciente de que el juego poético es un juego de libertad que busca emplear los recursos de la lengua para articular un pensamiento no condicionado. En mi tarea de investigación he procurado encontrar los síntomas neobarrocos de un nuevo pensamiento libre en Latinoamérica. Junto al poeta cubano José Kozer compilé una muestra de poesía hispanoamericana y brasileña, Medusario, donde se conjugan las escrituras neobarrocas.4
Considero que esta tendencia plurifacética recibe su inspiración a la vez de la poética del “concepto” del Siglo de Oro, para la cual las figuras del oxímoron y la paradoja testimonian una conciencia crítica del lenguaje, y de los movimientos emancipatorios, a la vez sociales y estéticos.
La estética y el pensamiento neobarrocos en Latinoamérica presentan nuevas posibilidades de concebir el sí mismo cruzando las fronteras de tradiciones e ideologías dominantes. Abren el camino para concebir el sí mismo como una instancia en devenir. Examinan nuevas experiencias corporales, literarias, artísticas y críticas que evaden la identidad, entendida como un no-concepto, incapaz de describir o caracterizar nuestra experiencia en una sociedad y un entorno cultural en proceso de cambio. Abren, podríamos decir, “las puertas de la percepción” hacia nuevos objetos libidinales y artísticos. Dos líneas de cambio se dan la mano, una intervención política y una política de la creación artística, que no son independientes una de la otra. La crisis de los modelos autoritarios gira alrededor de la noción de identidad como tal. La noción de identidad es puesta en crisis a través de la práctica de la diferencia que otorga nueva visibilidad a las minorías étnicas y sexuales previamente censuradas. Michel Foucault reemplaza la noción de identidad por la de lucha, la noción de macropolítica con la noción de micropolítica. Todas las relaciones de poder son cuestionadas, sea dentro de la familia, en las instituciones educativas o en el trabajo. Se trata de experimentar la vida de otro modo, una perspectiva preparada por eventos e investigaciones previas. El Dr. Magnus Hirschfeld creó el Instituto de Investigación Sexual en Berlín a principios del siglo veinte. Acuñó un nuevo término en su libro Travestis (1912). Este esfuerzo fue borrado por la dictadura de Hitler, un período en el que los homosexuales fueron asesinados o enviados a campos de concentración. Lo mismo sucedió en Rusia a través de la ley antihomosexual de Stalin (1934). Cruzar fronteras y extender los límites es una transformación que requiere tiempo y está sujeta a violentos reveses. Se trata más bien de una oposición articulada por las múltiples voces y tendencias de la sociedad civil. El matrimonio igualitario, experiencias con drogas, cambios institucionales, suceden gradualmente alterando los límites de la tolerancia social. En Latinoamérica, el cambio político encarna en fuerzas múltiples y es protagonizado por activistas, artistas, y escritores. La identidad se vuelve alteridad: plural y nomádica, a través del estilo, la elaboración de diversos estilos de vida, las ricas manifestaciones de volverse neobarrocos.

1 Foucault, Michel, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1980, p. 105.

2 Pompei, Marcelo, “Algún día Foucault será deleuziano”, en Tomás Abraham (comp.), La Máquina Deleuze, Buenos Aires, Sudamericana, 2006, p. 222.

3 Foucault, Michel, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1980, pp. 179-180.

4 Echavarren, Roberto y Kozer, José, Medusario, México, Fondo de Cultura, 1996;, Buenos Aires, Mansalva, 2010; Santiago de Chile, Ril Editores, 2016. Ver también Indios del espíritu, una muestra de poesía del Cono Sur, curada por mí (Montevideo, La Flauta Mágica, 2017).