Colapso: ciencia y ficción del presente

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Colapso: ciencia y ficción del presente

David Sala

Desde hace ya más de 50 años se viene advirtiendo sobre los límites planetarios del crecimiento. Más allá de la fascinación que resurge a lo largo de las épocas por lo apocalíptico, los últimos años han seguido dando razones de peso para alimentar la presunción del tiempo del fin. Pandemias −premeditadas o no−, ecocidios, efectos climáticos extremos, acidificación de los océanos, colisiones geopolíticas, declives en la disponibilidad de recursos (energéticos, minerales e hídricos, por ejemplo), disrupciones tecnológicas, pirámides demográficas imposibles.
El colapso no es algo que sucederá −o no− en el futuro y que debamos o podamos proponernos evitar. El colapso ya es este mismo presente, y se expresa de múltiples maneras en cada rincón del planeta. No hay normalidad más que como espejismo. La catástrofe es, ha sido y será una experiencia cotidiana para gran parte de la vida sobre el planeta. Me parece sensato que partamos de esta sensibilidad y le demos lugar afectivo en lo que podría ser llamado una cierta espiritualidad política de la situación.
Una primera apreciación: nada nos obliga a ver esta cuestión con la óptica de lo humano. Un hipotético escenario como el de la extinción de nuestra especie podría tener la ventaja de propiciar el resurgir de ecosistemas más florecientes de vida. La Naturaleza es implacable, se abre paso, y sus metamorfosis están más allá del bien y del mal. ¿Por qué esa idea de perdurar como especie sería tan importante?
Pero claro, sucede que las comunidades humanas formamos parte de esa Naturaleza y pretendemos perseverar en nuestro ser, al menos en lo que atañe a seguir existiendo. Por lo tanto, es de esperar que, ante los desastres actuales y los que se intuyan, se produzca algún tipo de respuesta que pretenda conservar el estado de cosas lo más parecido a lo conocido −esto último puede ser un problema, porque más bien parece que nos dirigimos a algo desconocido.
Con o sin extinción, ciertas voces que hablan desde discursos científicos pronostican que en las próximas décadas el escenario mínimo es de climas más hostiles, zonas del planeta inhabitables, menos energía y recursos clave disponibles; por lo tanto, más conflictos en la disputa de esos recursos. Es decir, si ya vivimos en un escenario cyberpunk, nos encontramos transitando hacia otro tipo de experiencia compartida planetaria difícilmente predecible más allá de esos rasgos generales.
La creencia esperanzadora en que los milagros tecnológicos nos salvarán está en íntima relación con el mito del progreso que ha caracterizado nuestra civilización actual. Se nos ha acostumbrado a interpretar la historia como una sucesión de mejoras continuas en el estado de cosas.
Por otro lado, el mito del colapso lleva algunos años ganando fuerza, infiltrándose en lo inconsciente colectivo. Una aclaración: uso la palabra «mito» sin que esto signifique otorgar algún estatuto de falsedad a la cuestión. A través de los mitos se transmiten verdades culturales que ordenan el mundo y definen prácticas sociales. En el caso del colapso, lo cierto es que podríamos hablar tanto de un mito en proceso de maduración como de una hipótesis científica verificándose de nuevo cada día. Alrededor de este mito o de esta hipótesis fundamentada danzan hoy colapsistas, preparacionistas y aceleracionistas.
La institucionalidad que acepta la premisa del colapso llega a sostenerse en estos discursos con la pretensión de redoblar su fuerza para asegurarnos un futuro sostenible que es de lo más cuestionable. Las masas desearon el fascismo, ¿desearán ahora un ecofascismo? Es decir, ¿una gestión autoritaria eugenésica de los problemas ambientales y energéticos?
Los combustibles fósiles están en pleno declive del ritmo de su extracción rentable: no es que se vayan a acabar pronto, sino que cada vez es más costoso invertir para extraer los que van quedando. Por otro lado, la economía, se supone, tiene que seguir creciendo para que todo siga igual. Las cuentas no cierran. La urgencia climática es la excusa perfecta para que se nos plantee un acelerado cambio de modelo en la matriz energética.
Pero la transición energética, tal y como está planteada, es de todo menos milagrosa. El elitismo del automóvil eléctrico, por ejemplo, implica la proliferación masiva de minas de extracción de todo tipo (litio y otros materiales también finitos en su proceso de extracción), para lo cual se usa maquinaria dependiente de combustibles fósiles. Así que también esta actividad tiene una curva que apura su descenso. Además, por supuesto, la apertura de estas megaminas colisiona con las poblaciones actualmente en defensa de sus territorios.
Sucede algo similar con el hidrógeno supuestamente verde, que en Uruguay se postula como alternativa de negocio, y hasta como “un nuevo pilar en la economía”. Quizás. Lo que es más dudoso es que pueda convertirse en una alternativa para sustituir lo que se lograba con aquellos viejos combustibles fósiles (de los que por cierto todavía se hace uso en prácticamente toda la producción del hidrógeno actual mundial). El precio del hidrógeno producido por energías de las llamadas renovables es mucho más elevado y su eficiencia mucho más modesta. Además, por supuesto, de convertirse en otro agente saqueador del agua más, por si no tuviéramos suficiente con las plantas de celulosa, la contaminación de las aguas con agroquímicos, los grandes centros de datos, etcétera.
Menciono estos apuntes porque vale la pena estar advertidəs, ejercitar y contagiar la incredulidad y el desencanto respecto de estas narrativas que se nos proponen. No es ningún secreto que la complejidad del sistema no se sostiene.

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Estos asuntos podemos verlos no tanto como una tragedia que condena nuestras vidas a un futuro distópico como una hendidura a explorar, como una escotilla mágica que se abre. Si la logística y los flujos energéticos del Imperio entran en crisis, esto mismo puede ser aprovechado por quienes propagan la deserción de esta civilización. Hay que plantear un posible escenario hacia otro momento histórico descomplejizado, desacelerado y desglobalizado donde lo local (las pequeñas comunidades organizadas) recobra una importancia decisiva. La ficción del realismo capitalista puede ser desmoronada −con mucha imaginación política, singular y colectiva, necesaria para atravesar ese portal mágico habitando nuevas ficciones que habrán de ser escritas con gestos y actos.
Si las condiciones materiales de existencia mutan, ¿cómo acompañamos esta mutación? ¿Podremos imaginar otros modos de existir y ponerlos en práctica más allá de nuestra dependencia de las operaciones institucionales?
Las mutaciones de la subjetividad tienen su propio ritmo, y nadie se salva solə. En efecto, abandonar colectivamente el mito del progreso siempre ha sido complicado por la sujeción que opera en el plano del deseo. Es una ficción muy cómoda, vehiculizada precisamente por las instituciones. La destitución supone una ruptura incrédula, acompaña e incentiva entonces una metamorfosis psico-social, el desvío hacia otro proceso de subjetivación que, por cierto, nunca puede estar predefinido −ninguna ficción controla sus efectos, no sabemos qué puede un cuerpo. ¿Es posible dar forma a una conversión en nuestra economía deseante? Es decir, ¿podemos desear otra cosa distinta del mundo que se desmorona?

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Aunque todo parezca capturado por la lógica mercantil, hay un clinamen siempre desprendiéndose1. Es decir, hay márgenes suficientes para cuestionar toda idea determinista: todo lo automatizado puede cortocircuitarse.
Pensemos en el lenguaje, por ejemplo. El lenguaje es un cuerpo que se nos ha impuesto, una prótesis interpretativa. Sin embargo, podemos darnos cuenta de que tiene cierta maleabilidad. Tanto ciencia como ficción hacen uso del lenguaje, lo transforman en base a nuevos inventos, y producen gran parte del mundo que describen. Ciencia y ficción tienen funciones mágicas. Esto no es lo mismo que decir que basta imaginarnos algo o desearlo para que el universo conspire con nosotrəs y lo haga real. En un conjuro hacen falta tanto las palabras mágicas como el gesto que las acompaña; el gesto, por ejemplo, de desmontar aquella otra ficción con la que se entra en conflicto.
Quizás una palabra como “espiritualidad” nos sirva para pensar, despojada de sus connotaciones religiosas. Inspirar. Espirar. Y conspirar. El espíritu es el aliento que se respira, aire cambiante, el respirar que se comparte cuando se conspira. La complicidad espiritual de la que gozan sectas y herejes puede inspirarnos, precisamente. Es esa complicidad la que produce una secesión en el mundo y permite habitar otro futuro en común (también otro presente y otro pasado).
El espíritu no es individual ni tampoco algo distinto y separado del cuerpo. El espíritu es alma y es cuerpo y, como el aliento vital, está y no está en “nosotrəs misməs”, entra y sale, desborda nuestro adentro y afuera. Hay entre nosotrəs, aquí, uno y múltiples espíritus. Crear y entrenar la dimensión de lo espiritual puede implicar, por ejemplo, un vaciamiento de esa ficción llamada “Yo”; sacarle peso tanto al nombre propio como a las pasiones que nos arrastran, las ambiciones, vanidades, miedos y esperanzas que tan bien explota el capitalismo. Si hay que transmutar valores, habrá que procurar que esa transmutación sea incompatible con los valores funcionales a esta civilización. La producción de otros mundos vendrá acompañada entonces de otros espíritus que los habiten.
Si destituir ataca no a la institución, sino a la necesidad libidinal que tenemos de ella, entonces la destitución es un gesto que puede ser entrenado. A través, por ejemplo, de ejercicios espirituales o ascéticos, entendiendo lo ascético como una renuncia que paradójicamente puede incrementar nuestra potencia de actuación. Con el gesto destituyente se renuncia a una necesidad de una o varias instituciones. El espíritu se retira del mundo diagramado y producido por las instituciones para dar lugar a otra relación. Quienes renuncian afectan y se afectan, producen un movimiento. De nuevo, no es una renuncia que tome como modelo ningún sentido religioso del término: no cabe esperar nada de una vida en el más allá; la vida y la muerte se juegan en el más acá. Si con lo ascético se hace vacío, que sea el vacío necesario para dar lugar a la percepción de ese clinamen, ese desvío, siempre desprendiéndose de la matriz del progreso imperial. Como cuando se hace silencio para escuchar. Se trata de una desconexión, entonces, que justamente nos conecta con aquello que está siendo destruido.
Parece haber un interés creciente en nuestra época en los modos de existencia no-humanos. Descubrimos la inteligencia y la sensibilidad de las plantas, lo fúngico produce admiración, tanto como el modo en que los bosques piensan y los animales sueñan. La noción de lo inconsciente se amplía y abarca lo no-humano. Todo está vivo y estamos en plena relación de simbiosis con el cosmos. El problema desde esta perspectiva no sería tanto quedarse sin recursos sino saber convivir con otros seres cohabitantes del planeta.
El colapso es el presente, no hay cómo evitarlo. El “fin del mundo”, por su parte, puede ser repensado como el fin de este mundo, al mismo tiempo que el nacimiento de otros múltiples mundos. O el descubrimiento de que otros mundos ya estaban ahí, puesto que hay múltiples futuros, presentes y pasados. El gesto de lo destituyente tiene una dimensión espiritual y forma parte de las herramientas del pensamiento estratégico contemporáneo en la búsqueda de esos otros tiempos y mundos. La destitución apunta en la dirección de habitar en otro plano existencial desprendido de la captura que ejerce el capitalismo terminal sobre nuestros cuerpos.

  1. El clinamen es un desvío espontáneo e impredecible en el movimiento causal de los átomos. ↩︎

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