El espacio primitivo y el alma en la teoría de la destitución
Xavier Haas
Traducción: Carlos Arévalo
Texte en français: L’espace primitif et l’âme dans la théorie de la destitution
Introducción
Comenzaré con una cita de Agamben, al final del capítulo sobre el mito de Er:
El alma, como la forma-de-vida, es eso en mi zoé, en mi vida corpórea, que no coincide con mi bíos, con mi existencia política y social y, con todo, ha “escogido” ambos, los practica a ambos de ese cierto, inconfundible modo. Es ella misma, en este sentido, el mésos bios, que, en cada bíos y en toda zoé, trunca, revoca y hace verdadera audazmente la elección que los une según la necesidad en esa cierta vida. La forma-de-vida, el alma, es el complemento infinito entre la vida y el modo de vida, lo que aparece cuando se neutralizan recíprocamente y muestran el vacío que los unía. Zoéy bíos −esta es acaso la lección del mito− no están separados ni coinciden: entre ellos, como un vacío de representación del cual no es posible decir nada más, salvo que es “inmortal” e “ingénito” (Fedro, 246a), se halla el alma, que los mantiene indisolublemente en contacto y atestigua por ellos.
Así termina El uso de los cuerpos. Le sigue el epílogo Para una teoría de la potencia destituyente. En él, el alma aparece como el espacio que mantiene el contacto entre zoé y bios sin confundirse con ellos, como aquello que da testimonio de la vida y, a la vez, es irrepresentable.
Esta cuestión del alma parece absolutamente crucial. En el Manifiesto conspiracionista (Ed. Pepitas de calabaza, 2022) se habla de la guerra contra las almas: tanto de la guerra contra las almas como de la propia alma siendo campo de batalla.
En 1936, el psiquiatra Eugène Minkowski publicó Vers une cosmologie (Hacia una cosmología)1, que tiene como objetivo, por decirlo en pocas palabras, proporcionarle un fundamento cosmológico y existencial a su psicopatología. En un breve capítulo, desarrolla la noción de espacio primitivo, y me parece que esta idea puede resonar y, por qué no, ampliar lo que dice Agamben sobre el alma como mesos bios.
Veamos de qué se trata.
Para Eugène Minkowski, los fenómenos psíquicos tienen un alcance cósmico o, dicho de otra manera, existe una solidaridad estructural entre lo que él llama el yo y el universo.
Sabemos que el hombre es solidario con la naturaleza no sólo en el sentido de que forma parte de ella o, como así lo quieren las ciencias biológicas, de que procede y es producto de ella, sino también, e incluso, sobre todo, en el sentido de que cada movimiento de su alma tiene una base profunda y enteramente natural en el mundo y nos revela así una cualidad primordial de la estructura del universo. Esta solidaridad estructural es una de las garantías de la objetividad del lado poético de la vida. (Eugène Minkowski, Vers une cosmologie, VC)
Una manera de entender esta solidaridad estructural es interesarse por una reflexión que desarrolló sobre el movimiento, que le llevó a formular la idea de espacio primitivo.
¿En qué sentido de movimiento se puede hablar de un movimiento común al alma y a la naturaleza?
Espacio primitivo
Minkowski pone el ejemplo de acompañar a un ser querido a la estación.
Su partida es un desgarro para mí. Pasan los minutos, las puertas se cierran y entonces el tren arranca. Instintivamente, empiezo a correr, sigo el vagón, le tiendo la mano una vez más. Pero el tren va más rápido que yo. Pronto me detengo; ahora sigo el convoy con la mirada, intentando vislumbrar por última vez la mano que me saluda. Entonces el tren desaparece en una curva; ya no veo nada, pero no me detengo en seco; mis pensamientos siguen al tren, uniéndose a su marcha, que arrastra consigo, en la lejanía, toda una parte de mi ser. (VC, p. 76)
Según un punto de vista científico, el único movimiento real es el movimiento cinético del cuerpo. Primero se produciría el desplazamiento del cuerpo en el espacio, luego la percepción visual del tren cuando el cuerpo se detiene y, por último, cuando el tren ya no es visible, una representación a través del pensamiento. “Tres etapas distintas, tres cortes claros […]: desplazamiento, mirada, representación”. (VC, p. 77).
Sin embargo, nos dice Minkowski, no experimentamos nada de estos cortes. […] En realidad, la escena descrita presenta un todo indiviso, un todo dominado por un rasgo único y singular: seguir el tren que se lleva a mi amada y, con ella, mis pensamientos, mi afecto, una parte de mi ser. La realización material del movimiento en lo que me concierne es sólo un detalle ínfimo y secundario […]. Ni el momento en el que me detengo en el andén, ni el momento en el que pierdo de vista el tren son particularmente perceptibles para mí; no los registro como una transición clara y tajante de un estado del alma a otro. El tren se lleva una parte del yo (moi, en francés). Como acoplado a él, viajo por el espacio, por extensiones donde sopla el viento gélido de la separación, de modo que incluso después de dar media vuelta para regresar a la salida de la estación, me siento arrastrado, por paradójico que parezca, en dirección contraria por el tren que huye hacia regiones lejanas. (VC, p. 77)
En este ejemplo, el “yo” (“je”, en francés) que habla está siguiendo a su amada y al mismo tiempo está en el andén, y es efectivamente el mismo “yo” (“je”) que reenvía a estos dos cuerpos, uno material (que permanece en el andén) y el otro sensible (que sigue a la amada). Este cuerpo sensible surge cuando se toma en serio la experiencia vivida, y Minkowski pone al lenguaje como prueba de ello. Si luego digo, al atropellar a alguien en el camino de vuelta: “Perdone, estaba en otro lado”, no es sólo una forma de hablar: significa que estaba realmente en otro lado, y no sólo en mi mente, y que incluso estaba más en otro lado que aquí. En ese momento, lo real está del lado de ese “estar en otra parte” con la persona amada que se está alejando, y el cuerpo material que ocupa un lugar en la estación ya no es gran cosa, ya no es realmente yo (moi) (hasta que me encuentro con alguien y vuelvo).
El hecho de que sea el mismo “yo” (“je”) el que está en la estación y el que está siguiendo a su amada le permite a Minkowski decir que originalmente hay un único movimiento, indivisible, que la ciencia, por abstracción, separa en tres secuencias para poder captarlo −separaciones que, como él señala, no experimentamos en absoluto. Aquí, pues, el desgarro no es la consecuencia de una emoción o de un pensamiento, sino que es directamente la experiencia vivida de una distancia entre estos dos cuerpos.
Pensar la movilidad implica cuestionar la espacialidad que le corresponde. Y, en efecto, el espacio geométrico no nos permite captar este movimiento (a menos que admitamos que nos movemos como un fantasma junto con el tren, lo que evidentemente no es el sentido de este ejemplo). Este movimiento crea un espacio singular que Minkowski denomina espacio primitivo. Se trata de un espacio
[…] en el que se mueven tanto los cuerpos como nuestros pensamientos y nuestros deseos, en el que se mueve y se despliega nuestra alma […]. Debemos tener cuidado de no ver […] el espacio primitivo como un mero aspecto subjetivo o una simple representación del espacio. Ya que nuestro yo (moi) espiritual puede moverse en él realmente, evidentemente a su manera. (VC, p. 78)
No se trata de una experiencia subjetiva de un espacio geométrico preexistente. El espacio primitivo es el espacio original del que se deriva el espacio geométrico.
Conocemos evidentemente el movimiento de los cuerpos, pero también experimentamos situaciones en las que trazamos un recorrido a través del espacio, sin que este trazado, este recorrido, o lo que lo traza, tengan nada de sustancial o material; en este caso, “recorrer” ya no tiene sujeto propiamente dicho, y es el que, en su dinamismo, crea poco a poco el espacio en el que se desarrolla. (VC, p. 80)
Hay, pues, un “recorrer” primitivo que es puro dinamismo, puro movimiento que abre su espacio −y cuyo espacio abierto es indistinguible del movimiento que lo abre.
El espacio primitivo, a diferencia del espacio geométrico, no nos es dado de una, sino que, como señala Minkowski, “sólo se construye y se abre ante nuestros ojos a medida que lo recorremos” (VC, p. 81).
Mientras que el espacio geométrico se define por el hecho de que nos es dado a priori, por el hecho de que ya está desplegado, por su total transparencia, por sus dimensiones métricas, el espacio primitivo es un espacio que se abre a medida que lo recorremos, un espacio que sólo existe a condición de estar en él y recorrerlo, y cuya dimensión principal es la profundidad, la única capaz de dar cuenta de tales modalidades −Minkowski desarrolla en El tiempo vivido (Le temps vécu, TV, 1933) lo que denomina la “dimensión hacia la profundidad” (el “hacia” se utiliza para significar una profundidad dinámica).
Pero hay algo muy interesante que aparece al final de este pasaje. Se trata de que el alma no es tanto lo que abre el espacio como la forma que adopta el dinamismo vital −dinamismo que Minkowski desarrolla en El tiempo vivido− con este espacio primitivo.
Como tal, el espacio primitivo viene a situarse en torno al dinamismo vital que, en su naturaleza puramente temporal, no permite por sí mismo distinguir una forma precisa. El espacio primitivo sería uno de los medios de diferenciación, precisamente bajo la forma del movimiento del alma del que acabamos de hablar. (VC, pp. 83-84)
Por lo tanto, el movimiento del alma aparece como la forma que adopta este dinamismo vital cuando se abre el espacio primitivo.
El conflicto antropocósmico
Lo que es importante comprender es que, en Minkowski, no comenzamos el movimiento, sino que nos inscribimos en un movimiento más amplio.
Mi impulso personal nunca es subjetivo en el sentido estricto de la palabra; nunca procede sólo del yo (moi), ni se limita nunca a él, ya que, en este impulso, me siento inmediatamente solidario con la vida. Mi impulso es personal, es cierto, pero es personal sólo en la medida en que va más allá de mi propia persona, sólo en la medida en que contiene un factor superindividual. Este factor superindividual, a pesar de su potencia, no sólo no destruye ni aniquila mi propia persona, sino que se revela como su verdadera razón de ser. […] Mi impulso personal me dice, por sí mismo, que se encuentra en el eje de un devenir mucho más grande y mucho más potente que él mismo. (TV, pp. 43-442)
Por lo que al mismo tiempo se inscribe en este movimiento, que es el movimiento de la vida misma, y a la vez, para que se tome una “dirección”, debe haber algo que este movimiento pretenda llenar o alcanzar. En el ejemplo del tren, se trata del movimiento hacia la persona amada que está alejándose. A nivel ontológico, este movimiento se sustenta en lo que Minkowski denomina el conflicto antropo-cósmico, que se refiere a un plano ontológico dinámico común al anthropos y al cosmos. Aquí la individuación toma la forma de un desprendimiento a partir de un fondo indiferenciado que es la unidad vital entre anthropos y cosmos. Un desprendimiento que no es ruptura, que sigue siendo desprendimiento dentro del flujo unitario de la vida, que no rompe la relación con la vida, sino que procede de la vida misma y genera una tensión que nos mueve hacia el mundo. Un desprendimiento, pues, que genera un conflicto (el conflicto antropocósmico), cuya otra cara es la solidaridad antropocósmica. Acá, el hombre está vinculado al mundo en una relación originaria de tensión permanente, en una relación dinámica. Incluso se podría decir que el ser humano es este movimiento entre los dos polos que son el anthropos y el cosmos. Con este conflicto antropocósmico, “nacemos a la vida”.
Y, como se habrá notado, en la medida en que es lo que nos anima, este conflicto antropocósmico no pretende ser resuelto. Es una tensión permanente que no conoce ningún punto de equilibrio, sino diferentes maneras de encajar en él.
Así pues:
– hay a nivel antropocósmico, un conflicto ontológico en el origen de un movimiento, el de la vida que,
– a nivel individual, se refleja en el impulso vital y el movimiento del alma.
Terminaré mencionando un último punto, a saber, la idea de una interioridad común.
Interioridad común
En efecto, a través de este espacio primitivo, lo que está en juego es la experiencia de continuidad entre nuestra interioridad y la del mundo.
Para entender eso hay que tener en cuenta la crítica de las categorías de interioridad y exterioridad que figura al principio de Vers une cosmologie. En pocas palabras, Minkowski considera que si se toma en serio el hecho de que la vida se caracteriza por su interioridad y el mundo por su exterioridad, hay que admitir que la interioridad y la exterioridad no se definen en oposición entre sí, sino en una relación espacial. Señala el hecho de que:
Cuando, en la contemplación, penetramos a través del aspecto material de los objetos hasta el soplo espiritual que los anima, nos sentimos, en el fondo, mucho más cerca de la interioridad de la vida que de la exterioridad de los objetos, mientras que hacemos la observación contraria cuando, al disgregar nuestros estados de ánimo, los yuxtaponemos como objetos. (VC, p. 51).
Así,
El mundo y la vida se plantan ante nosotros; uno nos revela el sentido de la exterioridad, el otro el sentido de la interioridad, sin que éstas estén primitivamente relacionadas entre sí; sólo mediante un artificio se establece una relación racional entre ellas, creando al mismo tiempo dificultades insuperables bajo la forma de relaciones llenas de contradicción. (VC, p. 52).
El interior en juego va más allá del individuo.
Del mismo modo, nunca se nos ocurrirá situar dos vidas, una en relación con la otra, apelando al factor de la exterioridad. Serán destinadas, en su posible interacción, a una suerte completamente distinta: buscarán penetrarse tan íntimamente que, a veces, […] se fundirán en un todo, en su interioridad común […] (p. 55).
Experimentar esta interioridad común no es sino lo que lo que en otro lugar llama contacto vital con la realidad (otro concepto de su psicopatología), cuyas dos formas principales son: en lo que concierne a la relación con los demás, la simpatía; y a la relación con el mundo, la contemplación. Lo cito a propósito de la simpatía:
La psicología, después de reducir nuestro psiquismo a un cúmulo de fragmentos y de encerrar a este cúmulo en algún lugar dentro de nosotros mismos, nos aprisiona en una especie de coraza impenetrable en la que busca en vano una puerta de salida. La simpatía, nos hace decir −y permítanme aquí esta paradoja− que nuestra alma está en todas partes salvo en nosotros mismos; por todos lados deja ventanas abiertas de par en par por las que escapará nuestro ser entero en su impulso natural hacia el entorno, y a través de las cuales absorberá, en un sentimiento primitivo de equivalencia y reciprocidad, todo lo que esté a su alcance. Las paredes no dejarán de ser impermeables y mi yo (moi) no se verá perturbado en su verdadera intimidad. (TV, p. 62)
Esta experiencia de una interioridad común con los demás no sería sin la experiencia de una interioridad común con el mundo. En otro texto de Vers une cosmologie, titulado “Prosa y poesía”, Minkowski utiliza el ejemplo del niño de El lirio en el valle, de Balzac, en el momento que contempla una estrella. Cuando su madre, que lo busca, se entera de que está mirando las estrellas, responde que no es posible porque él no sabe astronomía. A partir de este momento, Minkowski desarrolla dos relaciones con el mundo, una poética y otra científica. “La estrella, tal como nosotros, se integra en el cosmos de dos maneras distintas” (p. 174). Está la manera astronómica, que corresponde al lugar ocupado en el espacio y a las fuerzas gravitatorias. Luego añade:
Pero, al mismo tiempo, se rodea como de una nube imperceptible, llena de vida y poesía, que, al emanar de ella, refleja el universo y que, sin apelar a la distancia ni al espacio, la integra en el todo. Lo hace de la forma más íntima posible, porque ahora la estrella lleva a este todo en sí misma y lo expresa a su manera. De este modo, se integra al cosmos, revelándonos su existencia en toda su riqueza íntima, en toda su poesía original. Y al mirar la estrella, el niño descubre todo un mundo. Está en lo cierto. Sólo nos queda seguirle, pero intentando poner en palabras en qué se basa ese descubrimiento, cuál es ese movimiento particular que abarca en un todo el cosmos, la estrella y el alma que la contempla. (p. 175)
Así, por un lado, la estrella en su exterioridad se nos presenta en su relación astronómica; pero, por otro lado, en su relación poética, en su intimidad, en su interioridad, es portadora del cosmos, es decir, lo expresa. El cosmos aparece aquí como interioridad del mundo; es la vida del lado del mundo. El mundo es, pues, la expresión de una interioridad que es el cosmos.
En el mismo movimiento que abarca el cosmos, la estrella y el alma del niño, éste experimenta simultáneamente su propia intimidad y la de la estrella. Al contemplar la estrella, experimenta directamente el cosmos; está realmente allí, sin que se trate de una proyección. Allí experimenta su alma. Para Minkowski, esto le acerca mucho más a la interioridad de la vida que cuando entendemos nuestra vida interior como una psicología, separando nuestros estados de ánimo. Y lo que podemos rescatar de esto es que la interioridad tal como la conciben la psicología o la ciencia es más una cuestión de interiorización de la exterioridad, en el sentido de interiorización de una espacialidad, mientras que al contemplar el mundo accedemos a esta interioridad común.
Así pues, para Minkowski, la interioridad bien entendida, la intimidad, no es un repliegue sobre uno mismo ni una separación del mundo. Al contrario, da acceso al mundo. El movimiento hacia el mundo generado por el conflicto antropo-cósmico no sólo nos lleva a dirigirnos hacia el mundo, sino que nos hace penetrar en él, explorarlo en su interioridad, en una interioridad común según un movimiento que, como hemos visto con el espacio primitivo, es un movimiento que va a la profundidad, una profundidad común con los demás y con el mundo.
Conclusión y apertura
El espacio primitivo se abre sobre el telón de fondo de esta continuidad, una continuidad vital, interior, que se explora mediante un movimiento que va a hacia la profundidad, un movimiento del que es testigo el alma.
Experimentar el alma es experimentar esta continuidad.
Lo que podemos decir, para concluir, es que asistimos hoy en día a un reino de la exterioridad −cuyo otro nombre es la separación−, a un mundo aplanado, de pura superficie, cuyo geometrismo mórbido nos reduce enteramente a nuestros cuerpos, a un comportamiento, y nos confina a coordenadas métricas en el espacio.
Frente a ello, darles importancia a estas experiencias vividas (de las que el ejemplo del tren y la estrella son paradigmáticos) parece contener algo del orden de una potencia destituyente. El niño que, al contemplar la estrella, experimenta esta continuidad, destituye en cierto sentido al geometrismo mórbido; destituye a las ciencias que lo confinan a su cuerpo y que reducirían todo lo que emana de esta experiencia a una percepción o proyección de su psique.
Y es quizás aquí donde el espacio primitivo, en la medida en que es la plasmación de la vida, en la medida en que es el testigo de esta continuidad, aparece, si volvemos al Manifiesto, como un espacio de conspiración, un espacio de reparto del alma.
Una de las cuestiones que acompañan a todo esto es la de nuestra relación con lo real. Lo real no está del lado de un mundo puramente externo y objetivo contra el que nos chocaríamos y al que deberíamos someternos; está del lado de ese contacto vital, de esa continuidad.
Darles importancia a estas experiencias no es una cuestión de coquetería estética o de simple sentimentalismo. Se trata, sencillamente, de la vida. Hacen que la vida valga la pena ser vivida (para usar las palabras de Winnicott en relación al espacio transicional). ¿Para qué vivimos si no es para eso? Y es quizá en este terreno vital que se plantea antes que nada la cuestión de la destitución.