Ethos foucaldiano: la discontinuidad en el saber

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Ethos foucaldiano: la discontinuidad en el saber

Ricardo Viscardi

La discontinuidad asintótica

La discontinuidad aparece claramente planteada como problema en Les mots et les choses. Allí dice Foucault: 

Lo discontinuo – el hecho que a veces en algunos años una cultura deje de pensar como lo había hecho hasta entonces y se dedique a pensar otra cosa y alternativamente – abre sin duda sobre una erosión del afuera, sobre este espacio que se encuentra para el pensamiento del otro lado, pero donde sin embargo no ha cesado de pensar desde el origen.1

Quizás el título Las palabras y las cosas pueda entenderse no sólo arqueológicamente, sino incluso metafóricamente, como una interrogación que no sólo asedia a Foucault desde un afuera ‒tal como él mismo entiende que se genera la discontinuidad en la historia‒, sino incluso desde adentro, como la historia que relata de sí mismo el pensamiento, es decir, las cosas que hace con palabras.
Por ejemplo, la intersección imposible entre el lenguaje y lo visible, en el análisis de “Las Meninas”. 

Pero si se quiere mantener vigente la relación entre el lenguaje y lo visible, si no se quiere hablar por superposición, sino a partir de su mutua incompatibilidad, para lograr permanecer lo más cerca posible de lo uno y lo otro, entonces es necesario borrar los nombres propios y mantenerse en lo infinito de la tarea.2

O tal como lo plantea en La Arqueología del saber, en razón del cruce entre el a priori formal y el a priori histórico, que no se interpelan entre sí sino en cuanto pertenecen a dimensiones diferentes: “El a priori formal y el a priori histórico no son ni del mismo nivel ni de la misma naturaleza: si se cruzan, es porque ocupan dimensiones diferentes”.3
Esta perspectiva de un divorcio paradójicamente necesario a la misma significación, alcanza de lleno a la propia significación de la filosofía, tal como esta viene a ser planteada en L’ordre du discours:

No obstante, si ella se encuentra en ese contacto repetido con la no-filosofía ¿qué es el comienzo de la filosofía? ¿Se encontraría allí desde antes, secretamente presente en lo que no es ella, comenzando a formularse en voz baja entre el murmullo de las cosas? Pero, desde entonces, quizás el discurso filosófico no tiene más una razón de ser: ¿o bien debe por el contrario comenzar desde una fundación arbitraria y absoluta a la vez?4

Discontinuidad en la regulación

Agamben subraya la significación de la teoría del “doble cuerpo del rey” (por un lado, el cuerpo físico del rey; por el otro, el cuerpo militar de sus hombres de armas), tanto con relación a su propia concepción del “estado de excepción” como con relación a la teoría del poder biopolítico.5 El planteo de una diferenciación intrínseca al “cuerpo del rey”, es decir al interior del Orden, tal como es concebido en la comunidad feudal, inscribe “in limine” la discontinuidad en (la) clave (de la) política medieval. Esta discontinuidad se encuentra todavía remitida al mandato divino (paradigma teórico de toda soberanía) y constituye, por consiguiente, el antecedente arqueológico de toda secularización del poder religioso (en particular, el que fuera preconizado por el cristianismo). “Como podemos verlo, el arte de gobernar toma su modelo de Dios, que impone sus leyes a sus criaturas”.6
El paso desde el “cuerpo del rey” al “cuerpo social”, es decir, desde el Orden de fundamento teológico al Orden de fundamento natural, incluye un análisis del Orden monacal, que se encuentra al inicio del apartado “El control de la actividad” en Vigilar y castigar. Las órdenes monásticas configuran, para Foucault, el factótum que vincula entre sí las normas conductuales y el macro-orden cosmológico, incluso en términos de “fábricas-conventos” (usines-couvents). “Durante siglos, las órdenes religiosas han sido magisterio de disciplina: ellas eran especialistas del tiempo, avezadas en las técnicas del ritmo y de las actividades ordenadas”.7
Pese a la sugestiva infición que supone la posibilidad del “pecado de tristeza”, es decir, del abandono de la debida gratitud al Creador, la discontinuidad no se encuentra todavía en este régimen teológico cristalizada en una condición política del poder. En cuanto el vínculo entre “pensar” (en alemán, “Denken”) y “agradecer” (en alemán, “Danken”) se entiende, en aras de la fe religiosa, supeditado a la propia gracia divina, también subordina toda eventual discontinuidad a la misma virtualidad (es decir, la voluntad imperativa) divina. “Es probable que el agradecer y el poetizar surjan de manera diferente del pensamiento original (Anfänglichen Denken) que ambos utilizan, sin poder ser para sí un Pensar”.8
La atención que dispensa el autor de Vigilar y castigar al vínculo entre el micro-orden de las reglas monásticas y el macro-orden de los preceptos teológicos, se explica en cuanto ese antecedente arqueológico provee el esquema crucial que llega a ser subvertido, disciplinas mediante, por la regulación del micro-cuerpo del individuo a disciplinar, como efecto del macro-cuerpo del orden social que lo incorpora. Así reformulado, tal vínculo no puede sin embargo sostenerse, como lo propone la significación religiosa, en (razón de y gracias a) un principio de existencia supérstite, es decir, divina. Ese vínculo entre los cuerpos individuales y el Cuerpo social puede ser satisfecho, alternativamente, por las reglas que comparten e imparten para un mismo conjunto social, siempre y cuando un régimen de significación general lo habilite, mediante la suficiente congruencia entre comportamientos y normas. 
Mientras el mandato divino sostiene y prescribe el Orden (tanto del micro como del macrocosmos, en la acepción teológica) en razón de su condición supérstite, la articulación entre normas generales y cuerpos individuales sólo puede sostenerse, en un contexto de secularización política del principio de soberanía, desde el interior de cada cuerpo disciplinado. El elemento crucial que se substituye al mandato divino es provisto, por consiguiente, gracias al mandato natural y representable (así como representable porque natural)9, a través de la regulación que dirime la incorporación de las normas por medio del ejercicio de los cuerpos. 
Así naturalizado, el mandato soberano no puede adquirir una condición general de dispositivo o Cuerpo Social, sin recurrir al ejercicio de las reglas a través del propio cuerpo de cada quién. En tanto que individuación de las reglas por los particulares, tal ejercicio hace propias, a su vez, las reglas del Cuerpo Social y alcanza la idoneidad requerida por el conjunto del Orden colectivo. A partir de una condición natural tal actividad no proviene de un exterior supérstite, tal como se ordenaba la obediencia al mandato divino, sino que pasa a impartirse desde el propio interior del orden social. El ejercicio singular de cada individuo adquiere, en esa medida, un quantum de eventual potencialidad conflictiva, desde que interviene sobre y entre los cuerpos, tanto desde cada individuo en su condición de particular hacia todo otro, como desde el cuerpo social cristalizado en el mandato soberano hacia cada particular objeto de su gobierno. 

Pero no se trata simplemente de tal conjunto, sino que se refiere asimismo a la naturaleza del vínculo que puede existir entre estos elementos heterogéneos que, en esa medida, pueden cambiar de posición o modificar su función en una suerte de juego. Juego que, en definitiva, y esta es una caracterización decisiva del dispositivo, es de naturaleza esencialmente estratégica, dado que con él se pretende responder a una urgencia, lo que lleva a una “manipulación” de esas relaciones de fuerza a fin de desarrollarlas, bloquearlas, estabilizarlas…; en definitiva, utilizarlas.10

El dispositivo o red social que Foucault advierte en el paradigma panóptico perfecciona el planteo de la discontinuidad, en cuanto desde entonces el hiatus que marca el desfallecimiento de la continuidad no surge exclusivamente, tal como se plantea en Las palabras y las cosas, del cotejo de paradigmas inconmensurables entre sí. Considerado en tanto que mero devenir paradigmático, el saber se presenta ligado a la formalización que requiere el conocimiento y referido a priori, por consiguiente, a la continuidad. Por el contrario, en el planteo del saber como efecto del ejercicio estratégico de las reglas por cada cuerpo diferenciado singularmente (como parte del Soberano-Cuerpo-Social por parte de cuerpos particulares), la homologación entre normas y ejercicio corporal trasciende, al interior de un mismo dispositivo o red social, la índole formal del conocimiento pero, asimismo, la gesta potencial y actualmente.
La problemática teórica pasa a dirimirse en el ejercicio de las reglas por los cuerpos individuales, a partir de una regulación que se sostiene en (y sostiene a) un dispositivo o red social. Desde entonces el planteo de la discontinuidad abandona la formalidad metodológica de la diferenciación periódica entre “edades del saber”, así como marca por una vía teórica alternativa, un criterio de distinción problemática que supera la linealidad historiográfica. “Algo análogo debía tener presente al espíritu Michel Foucault, cuando escribía que sus investigaciones históricas sobre el pasado no eran sino la sombra que arrojaba su interrogación teórica sobre el presente”.11
El ejercicio de las reglas no se supedita, por consiguiente, al mandato divino, tal como ocurría en el contexto religioso (en particular, monacal). Una vez elevada, por el contrario, al rango de conflicto (potencial o actual) inherente al dispositivo o red social, la discontinuidad habilita y sostiene la consistencia del Orden en tanto que regulación intrínseca (al Cuerpo Social), inclusive a partir de los cuerpos individuales que lo integran. 

Discontinuidad y contingencia

El planteo foucaldiano del orden social a partir de una condición natural de los cuerpos que lo componen, en un cotejo propio al dispositivo o red social, homologa entre sí la discontinuidad epistémica con la discontinuidad política, desde el momento en que el poder se convierte en el efecto de un juego de fuerzas incorporado en un saber (en) común (impartido-compartido como la regulación propia al Cuerpo Social). Un juego de fuerzas que se establece entre elementos heterogéneos y en razón de un designio estratégico. Esta lectura planteada por Ángel Gabilondo12 del campo que esquematiza el Panóptico, presenta a su favor el destaque de dos elementos: a) el campo se sostiene en la contraposición (contra-posición) entre sí de los cuerpos que lo integran, b) los cuerpos se configuran, a su vez, como particulares, a través de la regulación que surge de esa misma contraposición entre unos y otros.
Aunque el campo panóptico cumple a cabalidad con el propósito de explicar el contexto de secularización, en que el Cuerpo del rey y su discontinuidad virtual y divina (supeditada a la virtud divina) de “doble cuerpo del rey”, se convierte en Cuerpo Social, articulado desde su propio interior por un efecto de contra-posición de fuerzas entre cuerpos, ese dispositivo no llega a explicar la cuestión de la gestación del poder. La constatación de una contraposición de fuerzas entre cuerpos gobernados por la regulación disciplinaria, corresponde a una correlación de índole natural, representativa y racional, pero no pone de manifiesto la cuestión genealógica del poder sino ex-post acontecida. El tránsito que marca el ascenso de la cuestión de la gubernamentalidad por sobre la del gobierno en el trabajo de Foucault, es reseñado por Michel Senellart como sigue:

La “gubernamentalidad” en esta etapa de la reflexión de Foucault, es por lo tanto el concepto que permite recortar un dominio específico de relaciones de poder, en relación al problema del Estado. Este doble carácter de la noción, eventual y regional, va a tender a diluirse en el curso de los años siguientes. Desde 1979, el término no designa tan sólo las prácticas gubernamentales constitutivas de un régimen de poder particular (Estado policía o menor gobierno liberal), sino “la manera en que se conduce la conducta de los hombres”, sirviendo así de “grilla de análisis para las relaciones de poder” en general.13

Tal como señala Senellart, la lectura de las reglas como cotejo de fuerza entre los cuerpos no podía ser satisfecha por una discontinuidad meramente referida a las singularidades corporales de los “elementos heterogéneos”, en sus “relaciones de fuerza”, guiadas por un “juego estratégico”. Para explicar cómo interviene una “generalización singular”, en cada cuerpo en su cotejo con otros, a través de cierta regulación siempre potencialmente conflictiva, era necesario incorporar a la noción de “gubernamentalidad” el fuero propio de cada individuo. Con el propósito de satisfacer la necesidad de explicar la gestión gubernamental del gobierno por los particulares (y no sólo en tanto que gobierno estatal), la discontinuidad foucaldiana se vale de la noción de “subjetivación”.
En la elaboración de tal subjetivación Foucault debe superar, ante todo, el esencialismo que comportan por igual, la subjetidad14 clásica (teológico-jurídica) y la subjetividad moderna (histórico-individual). Tal objetivo podía ser alcanzado en tanto el par ejercicio-actividad, que ya fuera formulado en el apartado “El control de la actividad” de Vigilar y castigar,15 revirtiera la prioridad del ejercicio normativo como cotejo entre los cuerpos, para pasar a explicar la actividad de cada quién en sí propio:

En Alcibíades 127 d encontramos la primera aparición de la frase epimelesthai sautou. El cuidado de sí siempre se refiere a un estado político y erótico activo. Epimelesthai expresa algo mucho más serio que el simple hecho de prestar atención. Siempre es una actividad real y no sólo una actitud. Se usa por referencia a la actividad del labrador, que atiende a sus campos, a su rebaño, a su casa, o al trabajo del rey, que se preocupa de su ciudad y de los ciudadanos, o referido al culto de los antepasados o a los dioses, o bien, incluso, como término médico que significa el hecho del cuidado.16

La prioridad de la actividad en el sustento de la subjetividad puede confundirse con la individualidad sujeta o subjetiva, que conserva el esencialismo inherente a la espiritualidad cristiana. Sin embargo, la actividad del alma griega a la que refiere Foucault no puede encontrarse encapsulada en un cuerpo (noción, a su vez, cristiana), sino que corresponde a una psiqué inscripta en el orden del cosmos y, por consiguiente, en el acontecer político: 

El alma no puede conocerse a sí misma más que contemplándose en un elemento similar, un espejo. Así, debe contemplar el elemento divino. En esta contemplación divina, el alma será capaz de descubrir las reglas que le sirvan de base únicamente para la conducta y la acción política. El esfuerzo del alma por conocerse a sí misma es el principio sobre el cual solamente puede fundarse la acción política, y Alcibíades será un buen político en la medida en que contemple su alma en el elemento divino.17

En la condición de discontinuidad que comporta la actividad, el cuidado de sí es siempre −incluso a través de un título de Foucault− “El gobierno de sí y de los otros”, de forma que la condición política no reposa en un principio supérstite que termina siempre por ser inscripto, incluso secularización mediante, en el “principio místico de la autoridad” supeditado (incluso “à son corps défendant”) en una condición “única e indivisible del poder” en que consiste la soberanía. El Cuerpo Social pasa a ser, en el cuidado de sí (propio a un alma que encuentra sus reglas en un orden trascendente), una “geometría variable” del “saber-poder”, que se articula tanto en el campo político (y más allá), como en la consideración ante sí de sí propio, en tanto que “este sí mismo”: 

El sí es un pronombre reflexivo y tiene dos sentidos. Auto significa “lo mismo”, pero también implica la noción de identidad. El sentido más tardío desplaza la pregunta desde “¿Qué es este sí mismo?” hasta “¿En qué marco podré encontrar mi identidad?” Alcibíades intenta encontrar este sí en un movimiento dialéctico. Cuando uno se preocupa del cuerpo, uno no se preocupa de sí. El sí no es el vestir, ni los instrumentos, ni las posesiones. Ha de encontrarse en el principio que usa esos instrumentos, un principio que no es del cuerpo sino del alma. Uno ha de preocuparse por el alma: esta es la principal actividad en el cuidado de sí. El cuidado de sí es el cuidado de la actividad y no el cuidado del alma como sustancia.18

En cuanto la discontinuidad trasciende el plano individuado del cuerpo para apelar a lo ilimitante de una actividad (por un lado propio) y de un horizonte (por otro lado), se plantea la cuestión de la condición capaz de movilizar tal cuidado de sí (y de los otros) en una acepción incoerciblemente extendida de la actividad. La resolución de este punto lleva a Foucault, en “Qu’est-ce que les Lumières ?” a revertir el vínculo tradicional entre necesidad y contingencia. Aquello que no puede ser de otra forma al haber adquirido límites definitivos, para revestir condición de necesidad, cede paso a la contingencia que modula la condición del ser, del hacer y del pensar, en razón de una libertad de tanto alcance y tan amplia, como imprescriptible en su actividad:

Y esta crítica será genealógica en tal sentido que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer: sino que obtendrá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la posibilidad de no ser más, hacer o pensar, lo que somos, hacemos o pensamos. No busca más hacer posible la metafísica al fin convertida en ciencia; procura relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad.19

  1. Foucault, M. (1966). Les mots et les choses. París: Gallimard, p. 64 (trad. R. Viscardi). “Le discontinu – le fait qu’en quelques années parfois une culture cesse de penser comme elle l’avait fait jusque-là et se met à penser autre chose et autrement – ouvre sans doute sur une érosion du dehors, sur cet espace qui est, pour la pensée, de l’autre côté, mais où pourtant elle n’a cessé de penser dès l’origine”. ↩︎
  2. Foucault, M. (1966). “Les Ménines”. Les mots et les choses. París: Gallimard, p. 25 (trad. R.Viscardi). ↩︎
  3. Foucault, M. (1969). L’archéologie du savoir. París: Gallimard, p. 169 (trad. R. Viscardi). ↩︎
  4. Foucault, M. (1971). L’ordre du discours. París: Gallimard, p. 78 (trad. R. Viscardi). “Or, si elle est dans ce contact répété avec la non-philosophie, qu’est-ce que le commencement de la philosophie ? Est-elle déjà là, secrètement présente dans ce qui n’est pas elle commençant à se formuler à mi-voix dans le murmure des choses ? Mais, dès lors, le discours philosophique n’a peut-être plus de raison d’être : ou bien doit-elle commencer sur une fondation à la fois arbitraire et absolue ?” (trad. R. Viscardi). ↩︎
  5. Agamben, G. (2005). Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, p. 13. ↩︎
  6. Foucault, M. (2004). “Le gouvernement de soi et des autres” en Davidson A., Gros, F. (antología) Michel Foucault. París: Gallimard, pp. 690-691. “Comme nous pouvons le voir, l’art de gouverner prend modèle sur Dieu, qui impose ses lois à ses créatures” (trad. R. Viscardi). ↩︎
  7. Foucault, M. (1975). Surveiller et punir. París: Gallimard, pp. 151-152. “Pendant des siècles, les ordres religieux ont été des maîtres des disciplines : ils étaient les spécialistes du temps, grands techniciens du rythme et des activités régulières” (trad. R. Viscardi). ↩︎
  8. Silva, M.      Martin Heidegger: diálogo entre el pensador y el poeta (1988). Abato, No.1, p. 50, Instituto Jung Buenos Aires-Montevideo. ↩︎
  9. En la edad del saber propia a la “Ciencia General del Orden” la naturaleza y la representación se equivale  conceptualmente, a través de la mathesis y la clasificación, tal como lo estampa el esquema arqueológico. Foucault, M. (1966). Les mots et les choses. París: Gallimard, p. 87. ↩︎
  10. Gabilondo, Á. (1990). El discurso en acción. Madrid: Anthropos, p. 170. ↩︎
  11. Agamben, G. (2009). Qu’est-ce que le contemporain? París: Payot, p. 40. “C’est quelque chose dans ce genre que devait avoir à l’esprit Michel Foucault, quant il écrivait que ses enquêtes historiques sur le passé n’étaient que l’ombre portée de son interrogation théorique du présent” (trad. R. Viscardi). ↩︎
  12. Ver en lo que antecede, nota 9. ↩︎
  13. Senellart, M.  “Situation du cours” en Foucault, M. (2004). Sécurité, territoire, population. París: Gallimard, pp. 406-407. “La ‘gouvernementalité’ à cette étape de la réflexion de Foucault, est donc le concept qui permet de découper un domaine spécifique de relations de pouvoir, en rapport avec le problème de l’État. C’est ce double caractère, événementiel et régional, de la notion qui va tendre à s’effacer au cours des années suivantes. Dès 1979, le mot ne désigne plus seulement les pratiques gouvernementales constitutives d’un régime de pouvoir particulier (État de police ou moindre gouvernement libéral), mais ‘la manière dont on conduit la conduite des hommes’, servant ainsi de ‘grille d’analyse pour les relations du pouvoir’ en général” (trad. R. Viscardi). ↩︎
  14. El Dictionnaire Derrida (Ellipses, 2016), Charles Ramond refiere la entrada “subjectité” (subjetidad) mediante la siguiente cita : “… il faudrait reconstituer toutes les théories politiques qui ont fait de la peur ou de la panique (donc de la terreur et du terrorisme comme savoir-faire régner la peur) un ressort essentiel et structurel de la subjectité, de la subjection, de l’être-sujet, de la soumission ou de l’assujettissement politique”. La referencia bibliográfica de la cita es Derrida, J. (2008). Séminaire La bête et le souverain. Vol. 1. París: Galilée, p. 68. El término “subjetidad” habilita el énfasis en la razón (formal y mecánica) de la “Ciencia General del Orden”, propia al período Clásico (siglos XVII y XVIII), contraponiéndose por “motivación relativa” a “subjetividad”, que conviene a la racionalidad (histórica e individual) del “doblete empírico trascendental”, que caracteriza a la Modernidad (siglos XIX y XX). ↩︎
  15. Ver en lo que antecede, nota 7. ↩︎
  16. Foucault, M. (1990). Tecnologías del yo. Barcelona: Paidós, p. 58. ↩︎
  17. Ibid., p. 59. ↩︎
  18. Ídem. ↩︎
  19. Foucault, M. (2004). “Le gouvernement de soi et des autres” en Davidson A., Gros, F. (antología). Michel Foucault. París: Gallimard, p. 876. ↩︎

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