¿Tecnodiversidad?

/

¿Tecnodiversidad?

Gabriel Eira Charquero

Christian Ferrer (2004) identifica en la figura mítica de Ned Ludd el punto de partida del ludismo, un movimiento de artesanos ingleses orientado a destruir las máquinas que les reemplazarían en su trabajo:

Todo comenzó la noche del 12 de abril de 1811. Un grupo de trescientas cincuenta personas, entre hombres, mujeres y niños, atacó una fábrica de hilados en Nottinghamshire. Armados con mazas, destruyeron los grandes telares y prendieron fuego a las instalaciones. (Ferrer, 2004, p. 82).

A pesar del despliegue del aparato represivo del ejército británico, no fue posible acabar con los luditas ni apresar a Ned Ludd. Esta imposibilidad se sustentó en dos factores. En primer lugar, los luditas no solo contaban con el apoyo de la población, sino que ellos mismos eran la población. En segundo lugar, los soldados nunca podrían haber encontrado a esa figura mítica porque no existía; solo era un nombre inventado por los actuantes para despistar a la represión.
No obstante, los errores no solo radicaron en las estrategias del aparato represivo, sino también en el modo en que los luditas diagnosticaron las causas de sus adversidades. Al señalar el desarrollo de la tecnología maquínica como la raíz del deterioro de sus formas de vida, el movimiento pareció condensar en una sinécdoque el sistema que priorizaba la generación de plusvalía por encima de las necesidades de la fuerza laboral. Los luditas no lograron frenar el vertiginoso avance de la téchnē aplicada a las hilanderías, ni mitigar los efectos de una téchnē societaria aún más poderosa: el capitalismo. Los daños emergen más del modelo de gestión que de las herramientas técnicas empleadas. Como consecuencia de esta naturalización, parece más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, perpetuándose “la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa” (Fisher, 2016, p. 22).
Charles de Brosses (1989) sugirió que la etimología de la palabra fetichismo provendría del término feitiço, utilizado por los portugueses para referirse a aquellos objetos a los que los nativos africanos daban una importancia trascendental. De acuerdo al magistrado francés, los portugueses atribuían a estos colectivos la creencia en que ciertos feitiços (hechizos) les otorgarían poderes sobrenaturales a las cosas. En 1867, este feitiço sería recuperado por Marx para elucidar cómo las relaciones de producción pueden llegar a ser identificadas más como relaciones entre cosas que entre personas. Cuando el capitalismo transforma las cosas en mercancías, éstas parecen adquirir valor por un hechizo que desdibuja las condiciones en las cuales han sido producidas. El fetichismo de las mercancías (Warenfetischismus), tropo con el cual Marx (2017) objetara la paradoja del diamante y el agua de Adam Smith (1996), permitiría explicar que éstas se perciban como entidades independientes de los procedimientos en los que éstas han sido gestionadas.
Ahora bien, tanto las sinécdoques como los fetichismos (que no dejan de ser sinécdoques) operan como procesos rituales que tienden a fortalecer creencias preestablecidas, obstaculizando la visibilidad de la instrumentalidad allí oculta. El rito del chivo expiatorio, mencionado en la Biblia (Levítico 16:8, 10, 26), permitía cargar al animal con todas las culpas para sacrificarlo o enviarlo al desierto. Recurriendo al chivataje, es posible reducir las ansiedades invocadas por la complejidad de lo múltiple a la unicidad ficticia de una sola variable. Pero los chivos no eliminan las culpas, solo las ocultan instrumentando un juego de ostracismo.
Desde 2018, el desarrollo de Modelos Extensos de Lenguaje (LLMs) como ChatGPT, Microsoft Copilot, PaLM, Gemini, Claude o Aithor ha generado resistencias que recuerdan las enfrentadas por los luditas del siglo XIX. Este rechazo corre el riesgo de funcionar de manera análoga al fetichismo de las mercancías descrito por Marx, ocultando las dinámicas sociales que los producen. No obstante, como también advirtió aquel ícono de la economía política, estos “hechizos” no hacen más que difuminar los modos de relación interpersonal de los que emergen, así como las expropiaciones inherentes a esos procesos.
It’s the economy, stupid” fue una sentencia que James Carville, estratega de la campaña electoral de Clinton en 1992, fijó en su oficina como un mandato lapidario, un recordatorio imperioso de enfocar sus esfuerzos en mensajes que neutralizaran la popularidad de su adversario en el ocaso de la Guerra Fría. Aunque concebida para orquestar las actividades de campaña, esta frase, cuya resonancia se expandió más allá de sus paredes, devino un emblema cuyas palabras capturaron la esencia de una estrategia triunfal. Sin embargo, no es solo un lema; es la señal inequívoca de haber encontrado el núcleo del laberinto.
La Escuela Austríaca de Economía, con su teoría del valor subjetivo, desestima cualquier distinción significativa entre el valor de cambio y el de uso; mas las costumbres que nos rigen exigen una atención particular a la dinámica que estas categorías imprimen tanto en la producción como en el consumo. Esta dicotomía, ya contemplada por Aristóteles hace más de dos milenios en su Política, no supone que el uso desaparezca. Por elevado que sea el valor de cambio de los productos de Apple, cuya aura fetichista se alimenta del capital simbólico descrito por Bourdieu (2002), no pueden escapar a su esencial utilidad como herramientas informáticas.
El capitalismo, en las primeras décadas del siglo XXI, ha adoptado múltiples adjetivos en los juegos del lenguaje, sin que estos se opongan entre sí. El “Capitalismo Cognitivo”, descrito por Moulier-Boutang (2007), se perfila como un sistema de gestión del conocimiento que opera en armonía con las dinámicas mercantiles. Este enfoque converge con diversas caracterizaciones del capitalismo contemporáneo: el “Semiocapitalismo” de Berardi (2010), el “Capitalismo de Plataformas” de Srnicek (2018), el “Capitalismo de la Vigilancia” de Zuboff (2020) y el “Capitalismo Algorítmico” de González Montaño (2022).
La expansión de estas modalidades operativas del capitalismo confiere a cada escena un valor de cambio que trasciende su uso fuera del ámbito mercantil. Este fenómeno ha sido explorado con amplitud por pensadores como Éric Sadin (2017, 2018, 2022, 2023 y 2024) y Byung-Chul Han (2014, 2021 y 2022), quienes han desentrañado las complejidades de un sistema que, con maestría invisible, transforma todas las relaciones en mercancías desdibujando las fronteras entre el ser y el tener.
Sin embargo, una cosa no excluye la otra. Como bien señala Yuk Hui (2021 y 2022), en el juego perpetuo de la recursividad siempre emerge un espacio para la contingencia, especialmente cuando ésta es habilitada y modulada por la tecnodiversidad. En este ámbito, la instrumentalización de la contingencia se convierte en un acto que desafía la rigidez de los sistemas, abriendo posibilidades insospechadas en el diálogo entre lo técnico y lo humano.
Ya lo había anticipado Marshall McLuhan (1996) en los laberintos del siglo pasado: “el medio es el mensaje” (p. 29). Esa frase, reiterada hasta el agotamiento como si fuese un conjuro, trasciende la sencillez de un aforismo para convertirse en una llave que abre la puerta a una revelación. Los formatos de los medios diagraman los modos en que se constituye toda percepción humana. La fáctica operativa de los medios se incrusta en los mensajes como un arquetipo simbiótico de la tecnología, fusionándose en un abrazo que redefine la relación entre lo técnico y lo simbólico.
No se trata, entonces, de ignorar los contenidos, sino de observar con detenimiento el modo en que su transmisión moldea la construcción social de lo real. Las habilidades cognitivas del usuario, según advirtió McLuhan, se enredan en los contenidos ‒la información‒ mientras permanecen ciegas ante los procedimientos que dan forma, que informan. Este fenómeno otorga a las tecnologías un poder estratégico en el ámbito de lo cognitivo, una fuerza que no debe ignorarse si se pretende descifrar las reglas que diagraman las posibilidades mismas del pensamiento.
Tal como sucediera con el Homo Typographicus de la “Galaxia Gutenberg” (McLuhan, 2015), el arte de dar forma (in-formar) a través de modalidades técnicas no se limita a distribuir contenidos. Es también un ejercicio de creación: bosquejar modos de existencia, definir procedimientos y establecer marcos desde los cuales se valida ‒o se invalida‒ aquello que se considera real.
El vertiginoso desarrollo de la World Wide Web ha conferido a la humanidad un acceso inmediato y sin parangón a vastos depósitos de información. Esta revolución alcanzó un punto de inflexión en 2013, con la proliferación de los teléfonos inteligentes, aquellos dispositivos que, en su ubicuidad y funcionalidad, superaron los presagios de McLuhan, quien dejó este mundo en 1980. Ya no son meras extensiones cognitivas; han devenido en artefactos que, más que asistirnos, configuran y redefinen la cotidianidad misma de quienes los portan.
Las interacciones digitales se han entretejido en el tejido del existir, marcando el pulso de nuestra presencia en el mundo. Así lo advirtieron Nicholas Carr, con sus lúcidos análisis publicados entre 2009 y 2014, como miembro del consejo editorial de la Encyclopædia Britannica, y Jaron Lanier, ese visionario neoyorquino creador del concepto de Realidad Virtual, cuyas reflexiones abarcadas entre 2011 y 2019 iluminan los riesgos y promesas del ámbito digital.
Figuras como Carr y Lanier han aportado ideas cruciales sobre cómo la tecnología influye en nuestras vidas. Carr, por ejemplo, destaca en “Superficiales” (2010) cómo internet podría estar afectando nuestra capacidad de concentración y pensamiento profundo. Por otro lado, Lanier nos invita a reflexionar sobre la dimensión humana detrás de la tecnología y los riesgos de despersonalizar nuestras interacciones digitales.

Estas palabras serán leídas sobre todo por no personas: autómatas o muchedumbres aturdidas que ya no actúan como individuos. Las palabras serán picadas, atomizadas y convertidas en palabras clave de motores de búsqueda dentro de conglomerados industriales de computación en nube ubicados alrededor del mundo en lugares remotos, generalmente secretos. Las palabras serán copiadas millones de veces por algoritmos diseñados para enviar un anuncio a alguien, en algún lugar, que se identifique por casualidad con algo de lo que digo. Esas palabras serán escaneadas, remezcladas y tergiversadas por multitudes de lectores rápidos y perezosos en sitios wiki y en cadenas de mensajes inalámbricos agregados automáticamente. Las reacciones a mis palabras degenerarán una y otra vez en cadenas absurdas de insultos anónimos y polémicas inconexas. Los algoritmos hallarán correlaciones entre aquellos que leen mis palabras y sus compras, sus aventuras románticas, sus deudas y, dentro de poco, sus genes. A la larga, estas palabras contribuirán a las fortunas de aquellos pocos que han sido capaces de situarse como señores de las nubes informáticas. El amplio abanico de destinos de estas palabras se desplegará casi por completo en el mundo sin vida de la información pura. Solo en una pequeña minoría de los casos estas palabras serán leídas por ojos humanos de verdad (Lanier, 2011, p. 1).


A la hora de descifrar las enigmáticas formaciones subjetivas, la esencia del medio eclipsa el contenido que este transmite. “Nuestro sistema nervioso, extendido en su dimensión tecnológica, ha llegado a implicarse con la totalidad de la humanidad, incorporándola de manera profunda e inescapable a nuestras acciones” (McLuhan, 1996, p. 26). Las relaciones simbióticas que emergen de Social Networking Services como Twitter (ahora conocido como X), Periscope, Ning, Facebook, Instagram, o TikTok (抖音), instauran modalidades vinculares performativas que se alejan de las redes sociales concebidas por la sociometría de Jacob Moreno (1972). Este fenómeno parece resonar más con los estudios de Pierre Lévy (1999 y 2004), delineando nuevas fronteras para la comprensión de la digitalidad en toda su vastedad.
Desde el año 2001, bajo la égida del filósofo Lawrence Sanger y el empresario Jimmy Wales, se presentó al mundo la enciclopedia digital Wikipedia, fruto de la contracción de «wiki» y “enciclopedia”. Esta obra, viva y mutable, se ha traducido a 333 idiomas y ostenta más de 70 millones de artículos bajo licencias GNU y Creative Commons. Su naturaleza la emparenta más con una red social que con los cánones tradicionales del conocimiento enciclopédico, pues permite que su contenido sea redactado, corregido y reeditado por cualquiera que desee integrarse en este vasto proyecto colectivo.
Cuando los artículos alojan aquello que ha sido denominado “fake news”, la comunidad wiki, en un acto de juicio implacable, puede sancionar a los editores responsables, llegando, en los casos más severos, a bloquearlos perpetuamente mediante sus Protocolos de Internet. Aunque su política de consenso, su vulnerabilidad al vandalismo y los inevitables sesgos que comparte con el resto de la Web la hacen blanco de críticas, Wikipedia ha logrado obtener el reconocimiento de figuras como el historiador cultural Peter Burke y ha sido equiparada en verosimilitud con la Encyclopædia Britannica por Jim Giles. En 2015, recibió el prestigioso Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional.
En 2023, el sitio de clasificación tecnológica Semrush la ubicó en el quinto lugar entre los sitios más visitados del mundo, consolidándola como una referencia insoslayable. Este éxito ha llevado a la Fundación Wikimedia a expandir sus horizontes con la creación de iniciativas afines: el Wikcionario, un diccionario colaborativo; Wikilibros, una vasta biblioteca; Wikiversidad, una plataforma educativa; y otros espacios que abarcan desde recopilaciones de frases célebres hasta portales de noticias y turismo. Así, los wikis han cimentado su posición como ejes fundamentales de las sociedades que habitan el Ser Digital anticipado por Negroponte en 1995.
El vertiginoso avance de los servicios de mensajería instantánea multiplataforma, tales como WhatsApp (propiedad de la corporación estadounidense Meta), Facebook Messenger (de la misma matriz), Telegram (concebido por los hermanos rusos Nikolái y Pável Dúrov) y su contraparte china, WeChat (微信), ha desdibujado la rutina de las llamadas telefónicas, de las preguntas sobre direcciones ‒que ahora descansan en la ubicuidad del GPS‒ y del sonido, casi arcaico, del timbre en las puertas. En esta era de lo inmediato, la neutralidad aparente de estas plataformas (con excepción de la singularidad de WeChat) ha facilitado un ámbito para comunicaciones despojadas de monitoreo, permitiendo vínculos exentos de la sombra de la censura.
Así, el panorama digital se erige como un aliado radical de las simbiosis que McLuhan (1996) anunciara, extendiéndose como una trama invisible que conecta a cada usuario y se entrelaza con sus actos. La visión del Ser Digital esbozada por Negroponte halla en el siglo XXI su cristalización: la Digitalidad. Esta nueva condición de existencia no es sino un eco transformado de la Modernidad y la Posmodernidad que le precedieron.
La frase “La historia no se repite, pero a menudo rima” se atribuye a Mark Twain, pero no hay evidencia de que la haya escrito en ninguna de sus obras publicadas. Es considerada una cita apócrifa, lo que significa que se le atribuye a Twain sin una fuente verificable. Sin embargo, la frase captura de manera poderosa la idea de que los patrones históricos tienden a repetirse con variaciones.
Las relaciones simbióticas entre actuantes humanos y enlaces digitales configuran unos cyborgs (término propuesto por Clynes & Kline en 1960 y recuperado por Haraway en 1995) que contribuyen a difuminar los límites entre el enlace y lo enlazado; la existencia cognitiva se alinea en su frontera. Por otra parte, ambos lados de la frontera operan desde un capitalismo global digitalmente integrado. Los intercambios pasan a relacionarse de forma mercantil y sus agentes se relacionan, entonces, a través de la búsqueda de algún beneficio que permita alguna acreditación (tan semiótica como financiera). Como bien lo ha señalado Nicholas Carr (2011), “cada vez que se amplía el ámbito de aplicación de Google, su ética taylorista da otra vuelta a nuestra vida intelectual” (p. 197).
En efecto, en la infoesfera digital los algoritmos acumulan todos los datos extraídos para exprimir capital a partir de su intercambio. Como también advirtiera Lanier (2014), el futuro puede llegar a ser diagramado desde las empresas que tengan los bancos de datos más completos dentro de los servidores más poderosos. De acuerdo a los estudios de Mayer-Schönberger y Cukier (2013), la revolución de estos datos masivos (Big Data) posibilita que el valor de sus muestras superen el 1,96 (con un nivel de confianza por encima del 95%); sus correlaciones habilitan sistemas semióticos que logran conformarse como núcleos rígidos de creencia. Los datos más completos, dentro de los servidores más poderosos, son gestionados por un pequeño número de gigantes digitales globales; Meta, Alphabet, Apple, Microsoft, Amazon, Baidu (百度), Alibaba (阿里巴巴集团) y Tencent (腾讯), y es en dicha gestión que sostiene la potencia de su impacto en la constitución de las actuales formaciones subjetivas. El desarrollo de los sistemas operativos Android (propiedad de Alphanet) e iOS (propiedad de Apple) para los smartphones, prótesis vigente de las existencias personales, permite a estos servidores acumular los datos de todas las acciones y localizaciones (incluso internacionalmente, a través de Roaming y el GPS) de la población usuaria; la infoesfera se encuentra globalmente integrada.
La aparente gratuidad de estos servicios encubre con astucia que sus usuarios y usuarias se conviertan en la materia prima de su propio consumo. Simultáneamente, los datos que emanan de todas sus prácticas ‒definidos como excedentes conductuales‒ se erigen como la fuerza de trabajo que genera los productos que, paradójicamente, terminarán adquiriendo. Así se construye una simbiosis tecnológica que da lugar a formas relacionales inéditas, donde consumidores y productores confluyen en una identidad única: los llamados “prosumidores” (prosumers), término anticipado por el futurólogo neoyorkino Alvin Toffler en 1980. De esta manera, la clientela adopta las mismas tendencias de consumo que ella misma origina, mediadas por el entretejido de algoritmos tayloristas que diluyen y reconfiguran la naturaleza de estos procesos clientelares.
A principios del siglo XX, Frederick Taylor (2011) ya había delineado una serie de principios mecanicistas para la organización del trabajo industrial, sistematizándolo en secuencias cronometradas con precisión. Este planteamiento, que buscaba eliminar toda improvisación en la actividad productiva, trascendió su contexto original para cristalizarse como un modelo integral: el taylorismo. En la era digital, esta lógica se amplifica y expande, impregnando las estructuras globales mediante procesos de organización digital algorítmica. Las tareas intelectuales, entonces, se ven sometidas a protocolos de codificación, donde la capacidad de juicio y la autonomía de decisión son sustituidas por softwares diseñados para ejecutar preceptos previamente codificados. La deslocalización y la adaptabilidad técnica de estos sistemas multiplican su exportabilidad, haciendo de ellos una herramienta universal y altamente transformable.
En este contexto, cualquier adjetivo que intente encapsular el modelo productivo contemporáneo ‒Capitalismo Cognitivo, Semiológico, de Plataformas, de la Vigilancia o Algorítmico‒ apenas logra rozar su esencia intrínseca: la consolidación de la hegemonía de la propiedad privada sobre el capital como mecanismo fundamental de acumulación. Este sistema engendra un orden performativo que se retroalimenta incesantemente. Así, las conductas de los usuarios y usuarias se integran de manera omnipresente en todos los roles del mercado: son a la vez materia prima, fuerza laboral, gestores y clientes compulsivos de los mismos datos que generan. En este círculo infinito, el «uróboros algorítmico» del capitalismo digital logra perfeccionar la “mano invisible” de Adam Smith, camuflando aún más eficazmente las fronteras entre víctimas y victimarios.
Los encantos de estas mercancías virtuales desdibujan las condiciones materiales que las hacen posibles, transformando cada excedente conductual en un fetiche diseñado para alimentar la especulación crediticia. Sus relaciones simbióticas no solo las hacen funcionales, sino indispensables. La aceptación naturalizada de este orden convoca una pregunta perturbadora planteada por el pesimismo aceleracionista de Mark Fisher (2016): ¿Es posible concebir una alternativa? Esta inquietud, tan lúcida como desgarradora, lo llevó finalmente al suicidio en 2017, a los 48 años de edad. El eco de su pregunta aún resuena, no como una elegía, sino como un desafío abierto en el corazón de la contemporaneidad.

El realismo capitalista no puede limitarse al arte o al modo casi propagandístico en el que funciona la publicidad. Es algo más parecido a una atmósfera general que condiciona no solo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos. Si el realismo capitalista es así de consistente y si las formas actuales de resistencia se muestran tan impotentes y desesperanzadas, ¿de dónde puede venir un cuestionamiento serio? Una crítica moral del capitalismo que ponga el énfasis en el sufrimiento que acarrea únicamente reforzaría el dominio del realismo capitalista. Con facilidad, pueden presentarse la pobreza, el hambre y la guerra como algo inevitable de la realidad, y la esperanza de que se acaben estas formas de sufrimiento, como un modo de utopismo ingenuo. Solo puede intentarse un ataque serio al realismo capitalista si se lo exhibe como incoherente o indefendible; en otras palabras, si el ostensible «realismo» del capitalismo muestra ser todo lo contrario de lo que dice. No hace falta decir que lo que se considera “realista” en una cierta coyuntura en el campo social es solo lo que se define a través de una serie de determinaciones políticas. Ninguna posición ideológica puede ser realmente exitosa si no se la naturaliza, y no puede naturalizársela si se la considera un valor más que un hecho. Por eso es que el neoliberalismo buscó erradicar la categoría de valor en un sentido ético. A lo largo de los últimos treinta años, el realismo capitalista ha instalado con éxito una “ontología de negocios” en la que simplemente es obvio que todo en la sociedad debe administrarse como una empresa, el cuidado de la salud y la educación inclusive (Fisher, 2016, pp. 41-42).

¿Se podría, en algún futuro imaginado, romper este círculo vicioso, transformando la infoesfera en un espacio de emancipación y no de sumisión? Tal vez la respuesta se encuentre en algún recodo del tiempo, aún por explorar.
La digitalidad, en su expansión desmesurada, exacerba estas preocupaciones en la conformación de las actuales subjetividades. Este proceso adquiere una relevancia singular desde la irrupción de los Transformadores Generativos Preentrenados (GPTs), presentados en 2018 por el laboratorio de investigación OpenAI. Tales modelos de lenguaje neuronal se cimentaron en el procesamiento de miles de millones de parámetros, entrenados a partir de vastas cantidades de texto sin etiquetar, bajo un régimen de aprendizaje auto-supervisado.
El 30 de noviembre de 2022 marcó un hito: la disponibilidad pública de ChatGPT (Chat Generative Pre-Trained Transformer), un chatbot dotado de una inteligencia artificial perfeccionada mediante aprendizaje supervisado y de refuerzo. En apenas un mes, su adopción superó el millón de usuarios, un fenómeno que reflejó un crecimiento vertiginoso entre los prosumidores de datos. Este auge no solo eclipsó las aplicaciones precedentes, sino que también estimuló el desarrollo acelerado de otros modelos de inteligencia artificial generativa, trascendiendo los simples patrones textuales. Surgieron así herramientas como Google Bard, Jenni, Meta AI, Wepik, Ideogram AI, MidJourney, Bing Image Creator, Canva, Murf, Lovo AI, Craiyon o Synthesys, entre muchas otras.
Hacia marzo de 2023, ChatGPT se presentó en su encarnación GPT-4, diseñado para anticipar analizadores de léxico tanto desde la retroalimentación humana como desde sistemas de inteligencia artificial nutridos con datos de la Web. Las aplicaciones de estas plataformas ‒orientadas a la producción de contenido textual, visual y sonoro‒ no solo han desafiado la emblemática prueba de Turing (2012), sino que han generado inquietud en torno a la figura jurídica de los derechos de autor. Según lo advirtiera Lanier en 2011, los algoritmos tienden a “recortar y pegar» contenidos ya existentes, lo que introduce dilemas éticos y legales fundamentales.
A pesar de ello, los cyborgs digitales del siglo XXI han (hemos) asumido estas tecnologías como parte integral de la cotidianidad, elevándolas al nivel de fetiches. En este proceso, las condiciones de producción que les dieron origen se desdibujan, como si fueran meros ecos en el incesante flujo de datos. Así, los algoritmos se convierten no solo en herramientas utilitarias, sino en agentes de transformación que reflejan, y quizás perpetúan, las contradicciones de nuestra era.
La instrumentalidad de este orden de cosas no puede ser objetada. Sin embargo, el impacto de dicha operatividad obstaculiza la posibilidad de advertir aquellos procedimientos que le dan forma. Las predicciones algorítmicas de los correctores de cualquier procesador de texto, así como los de los servicios de mensajería instantánea, no obedecen a otra cosa que no sea a la estadística que configura lo que allí debiera estadísticamente estar. Aceptar estas predicciones facilitan las tareas si, y solo si, sus usuarios pueden advertir que estos contenidos no hacen otra cosa que seguir una tendencia estadísticamente mayoritaria. Como lo advierte González Montaño, algo similar sucede con los GPTs.
Escribir es fugarse de los sentidos normalizados de una época, mientras que el camino de las máquinas algorítmicas como ChatGPT resulta catastrófico, porque uno de sus efectos será el llegar a la instancia de no saber escribir y, por ende, no tener un criterio ni capacidad de discernir sobre lo que se lee, se investiga y se piensa. Dejar la labor de escritura a las máquinas es perder la posibilidad de construirle sentidos alternos y plurales al mundo, a sí mismo y a las relaciones con la otredad. (González Montaño, 2023, p. 44)
Por estas razones, la vastedad de los datos masivos se revela como un recurso singular que, aunque impresionante en su alcance, se reduce a un instrumento que informa tendencias estadísticas; señala el acontecer, pero permanece silente ante el enigma de las causas. Este misterio, lejos de disiparse con el avance tecnológico, encuentra respuesta únicamente en los conceptos, esos artefactos mentales que, mediante la alquimia de la abstracción, transforman lo desconocido en parte de un todo inteligible. En este laberinto digital, ninguna máquina, por imponente que sea, puede aprehender la totalidad; la tecnología, en su destreza, acumula datos, pero corresponde a la mente humana conferirles la forma definitiva que, al surgir de los conceptos, deviene información. Lo recolectado siempre será una fracción escurridiza del universo informe que aguarda ser revelado.
A pesar de la vertiginosa marea digital, esta no logra evadir las sombras del error; sus predicciones, aunque precisas en apariencia, son inevitablemente falibles. Pueden rozar lo verdadero en sus iteraciones, pero jamás alcanzarán la perfección de lo completo. Sin embargo, esta limitación no mengua su poder instrumental; más bien, lo posiciona como una herramienta de orden práctico, cuya potencia debe ser manejada con una cautela tan imprescindible como suspicaz.
La infoesfera digital, incapaz de desentrañar causas, amplía, no obstante, nuestra perspectiva sobre la complejidad insondable de la existencia. Y en ese acto, exige la aceptación humilde de la incertidumbre, el reconocimiento de que el mundo supera en vastedad a toda expectativa humana. El eslogan “No hay alternativa” (There is no alternative [TINA]), atribuido a la praxis política de Margaret Thatcher en el pasado siglo, cae por el propio peso de su imperativo, se desmorona bajo el peso de la indeterminación; un recordatorio de que las posibilidades son, paradójicamente, tan ilimitadas como insondables, y que el cosmos, antes percibido como un rígido mecanismo, se presenta ahora como un territorio inexplorado que incita a la investigación y a la imaginación.

Referencias

Berardi, F. (2010). Generación Post-Alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo. Buenos Aires: Tinta Limón.
Bourdieu, P. (2002). La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. México: Taurus.
de Brosses, C. (1989). Du culte des dieux fétiches. Paris: Fayard.
Ferrer, C. (2004). Cabezas de tormenta. Ensayos sobre lo ingobernable. Buenos Aires: La Llevir-     virus.
Fisher, M. (2016). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.
González Montaño, A. (2022). “La rebelión de las máquinas en la trama del capitalismo algorítmico: la democracia acechada”. En Logos, Año L, Número 139, pp. 139-154. Disponible en: https://revistasinvestigacion.lasalle.mx/index.php/LOGOS/article/view/3352
Han, B. (2014). Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Barcelona: Herder.
– (2021). No-cosas. Quiebras del mundo de hoy. México: Taurus.
– (2022). Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia. México: Taurus.
Hui, Y. (2021). Fragmentar el futuro. Ensayos sobre tecnodiversidad. Buenos Aires: Caja Negra.
– (2022). Recursividad y Contingencia. Buenos Aires: Caja Negra.
Marx, K. (2017). El Capital. Barcelona: Plutón.
Moulier Boutang, Y. (2007). Le Capitalisme Cognitif. La Nouvelle Grande Transformation. Paris: Amsterdam.
Sadin, É. (2017). La humanidad aumentada. La administración digital del mundo. Buenos Aires:     Caja Negra.
– (2018). La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical. Buenos Aires: Caja Negra.
– (2022). La era del individuo tirano. El fin de un mundo común. Buenos Aires: Caja Negra.
– (2023). Hacer disidencia. Una política de nosotros mismos. Barcelona: Herder.
– (2024). La vida espectral. Pensar la era del metaverso y las inteligencias artificiales generativas. Barcelona: Herder.
Smith, A. (1996). La riqueza de las naciones. Madrid: Alianza.
Srnicek, N. (2018). Capitalismo de plataformas. Buenos Aires: Caja Negra.
Zuboff, S. (2020). La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder. Barcelona: Paidós.

< Volver a «La vida no-fascista»