«Una buena editorial sería –si se me permite usar la tautología– aquella que se supone que debe publicar, en la medida de lo posible, sólo buenos libros. Entonces, para usar una definición apresurada, libros de los cuales el editor tiende a estar orgulloso, en lugar de avergonzarse. Desde este punto de vista, una editorial de este tipo difícilmente podría resultar especialmente interesante desde el punto de vista económico. Publicar buenos libros nunca ha hecho a nadie inmensamente rico. O, al menos, no en una medida comparable a lo que puede ocurrir con el mercado de agua mineral, computadoras o bolsas de plástico. Al parecer, una editorial sólo puede producir beneficios significativos si los buenos libros quedan enterrados entre muchas otras cosas de muy diferente calidad. Y cuando estás sumergido, puedes ahogarte fácilmente y, por tanto, desaparecer por completo.
También será bueno recordar que la publicación ha demostrado en numerosas ocasiones ser una forma rápida y segura de despilfarrar y agotar patrimonios sustanciosos. Incluso se podría añadir que, junto con la ruleta y las prostitutas, fundar una editorial siempre ha sido, para un joven de noble cuna, una de las formas más eficaces de dilapidar su fortuna.
Podemos entonces llegar a la conclusión de que, además de ser una rama de negocio, la edición siempre ha sido una cuestión de prestigio, aunque sólo sea porque es un tipo de negocio y al mismo tiempo un arte. Un arte en todos los sentidos, y ciertamente un arte peligroso porque, para practicarlo, el dinero es un elemento imprescindible. Desde este punto de vista, se puede argumentar muy bien que muy poco ha cambiado desde la época de Gutenberg”.
R. Calasso, L’impronta dell’editore